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Carlos Meléndez

En el Perú la protesta social no es condición necesaria para que caiga un gobierno. Ni siquiera para poner en jaque al establishment político. La calle como demostración de indignación popular ha perdido fuerza porque la rabia ante la debacle política no es motor de movilizaciones. La apatía parece haber neutralizado los reflejos cívicos de las mayorías. La bronca que produce el escándalo de los integrantes del o el engaño sistemático de nuestros representantes políticos se queda en los monitores de nuestros social media. Como lo señalé hace un tiempo, en el Perú no tendremos un movimiento “que se vayan todos”, porque sencillamente muchos peruanos “ya se fueron de la política”.

Las iniciativas de reforma sustantiva –como la del sistema judicial, planteada por el gobierno de Vizcarra– deberían ser un shock de confianza de las élites a la ciudadanía; una reacción que prometa cambio y enmienda; la esperanza de que no todo está perdido. Sin embargo, no siempre es así. Este tipo de iniciativas se desarrolla en un ambiente de orfandad popular. El fracaso o inocuidad de comisiones anteriores se explica precisamente por su falta de legitimidad social. Ante una clase política desprestigiada, el involucramiento ciudadano es necesario para darles trascendencia a los planteamientos técnicos bien intencionados. Pero el sentido republicano es, en realidad, una utopía de intelectuales –que algunas parodias de estadistas emplean como discurso barato–. La responsabilidad de quienes lideran estos proyectos reformistas es, entonces, mayor, porque requieren conmover a las masas, no solo a las burocracias no gubernamentales que se arrogan la representación de la “sociedad civil”.
El gobierno parece ser consciente de la magnitud y características de la crisis política. El hasta ayer ministro de Justicia, Salvador Heresi, puso en el tapete la complementariedad de una estrategia social como parte de la generación de un momentum reformista. Fue explícito en anunciar la carta de un referéndum que legitime las transformaciones que se propondrán, al menos en materia judicial. La fórmula parece ser: reforma más urnas a falta de calle.

Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con la convocatoria a participación electoral plebiscitaria, sobre todo si el gobierno es percibido como débil ante la opinión pública y sus opositores. Recordemos lo sucedido con los plebiscitos regionales que propuso Alejandro Toledo en el 2005, que arrojaron resultados adversos a los criterios técnicos y políticamente correctos. ¿Advierte el Ejecutivo el escenario de una posible derrota plebiscitaria?

En el mapa de los estrategas de reformas debería estar, también, la desafección ciudadana. Así como las posibles obstrucciones y apoyos de las diversas fuerzas políticas y actores con poder de veto, me preocupa la indiferencia de nuestra sociedad informalizada y, no lo olvidemos, cómplice de una cultura política que ha naturalizado la corrupción. Parte de ese inmovilismo cívico se funda en el diagnóstico popular de que “así [de corruptas] son las cosas”. Las reformas de nuestros valores, lamentablemente, no pasan por comisiones.

*El autor realiza actualmente una consultoría para el Ministerio de Cultura.