(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Patricia del Río

Un día le diagnosticaron leucemia a Pablo. No había cumplido 1 año. Y para el escritor y periodista Sergio del Molino arrancó una carrera por la supervivencia de su hijo, llena de esperanzas que terminaban en frustraciones. Agujas, tratamientos invasivos acompañaron a Sergio y su esposa, durante meses que pasaron de manera violenta, rápida, fatal. A los 2 años, el cuerpito de Pablo ya no pudo más. Y sus padres lo vieron partir en medio de un dolor que quienes no hemos pasado por algo similar no queremos imaginar.

Sergio del Molino
no buscó consuelo, sabía que no lo iba a encontrar. Tampoco mitigó su rabia. Hizo lo único que un escritor puede hacer: escribió. Escribió un testimonio terrible y a la vez bello de los meses que luchó junto con su hijo y su esposa tratando de sacarle la vuelta a la muerte. Escribió para honrar ese vínculo que no se resignaba a perder. Escribió como quien busca sostener un momento más, un segundo más, la mano del que se va.

“La hora violeta” es el nombre del libro que salió de la pena más profunda de Sergio del Molino. Paradójicamente, fue la historia que nunca hubiera querido escribir la que lo catapultó como uno de los escritores más reconocidos de su generación en España.

Hace unos días tuve la oportunidad de entrevistarlo para hablar sobre su participación en el , que se inicia hoy en Arequipa. Conversamos de su último libro “La mirada de los peces”, en el que narra la historia de su profesor de Filosofía del colegio, un hombre transgresor y único que, a la vejez, decide suicidarse. Y por supuesto hablamos de Pablo y de “La hora violeta”.

Después de conversar sobre tantas experiencias duras resultaba inevitable preguntarle: ¿En qué te ha cambiado la muerte? “Me ha hecho peor persona”, me dijo. “Cuando has tenido a tu hijo muerto en los brazos, los problemas del otro te parecen siempre irreales, te parecen poca cosa”.

Del Molino se lamentaba de no poder ser empático con las crisis y tribulaciones de sus amigos. Y, al escucharlo, de pronto toda esa banalidad que estamos viviendo, toda esa agresión sin fundamento en las redes sociales, toda esa euforia futbolística, toda esa politiquería prepotente que tenemos que soportar, se develaron como lo que realmente son: hechos intrascendentes. Preocupaciones ridículas.

Sergio del Molino
no es una mala persona. Tampoco un héroe. Es un sobreviviente al que la muerte ha condenado a mirar la vida desde otra esquina. A pararse en un rincón que nos interpela. Que nos obliga a sentirnos avergonzados de nosotros mismos. Pero no nos confundamos: Pablo no murió para dejarnos una lección. La muerte de un niño no sirve para nada, simplemente es una desgracia que no debería darse nunca. Pero cuando ocurre, deja expuesta nuestra frívola, cotidiana y estúpida existencia.