"El presidente terminó cerrando (inconstitucionalmente) el Congreso. Se convirtió, así, en dictador temporal, hasta la elección del nuevo Parlamento". (Foto: Giancarlo Ávila/ GEC)
"El presidente terminó cerrando (inconstitucionalmente) el Congreso. Se convirtió, así, en dictador temporal, hasta la elección del nuevo Parlamento". (Foto: Giancarlo Ávila/ GEC)
/ Giancarlo_Avila
Jaime de Althaus

Hay quienes opinan que la revuelta social y política de Chile no se dará en el Perú no solo por las diferencias estructurales (informalidad) sino porque en nuestro país ya se produjo una revuelta –supuestamente institucional– contra el sistema político y judicial corrupto, que habría desfogado la presión social existente.

Desde cierto punto de vista, lo que hemos tenido en el último año y medio ha sido efectivamente una suerte de revolución. La guillotina ha decapitado varias cabezas de expresidentes, funcionarios públicos, jueces y líderes políticos, y el presidente terminó cerrando (inconstitucionalmente) el . Se convirtió, así, en dictador temporal, hasta la elección del nuevo Parlamento.

El problema ha sido que, como en toda revolución, al calor del aplauso popular se han cometido excesos e injusticias que en algunos casos han sido funcionales al incremento de la popularidad presidencial y a la anulación de la oposición política a su gobierno. Lo que, a la larga, podría viciar la posibilidad de institucionalizar un sistema judicial y político que sea menos corrupto, que de eso se trata.

El abuso de la prisión preventiva en los casos de árbitros decentes e intachables y de líderes políticos que recibieron aportes de campaña es clamoroso. En estos días se ve en el Tribunal Constitucional () el caso de . Su prisión se basa en una supuesta obstrucción a la justicia, pero resulta que tal obstrucción se habría dado para ocultar algo que no era delito: haber recibido el aporte de campaña de una empresa. Si no hay delito, se cae una de las condiciones concurrentes para la prisión preventiva, como argumentó con detalle un reciente editorial de Lampadia.

La prisión de Keiko Fujimori y el cierre del Congreso han favorecido al gobierno, y de paso han puesto fin a la polarización que ha motorizado la política peruana en los últimos 15 años, con la cuasi eliminación de uno de los polos. Para lograr ese resultado convergieron la estrategia política del presidente y la estrategia penal de los fiscales, y otros actores tras bambalinas. Pero también colaboró la propia Keiko Fujimori con los excesos y blindajes cometidos desde que no aceptara su derrota en las urnas. Pudo haber propuesto una reforma política que, de paso, hubiese redimido el pasado antiinstitucional del fujimorismo, pero prefirió la pequeña guerrilla con el Ejecutivo.

Es lamentable, porque reintegrar al fujimorismo en la corriente democrática del país era importante para la legitimidad de nuestra democracia y para una parte importante de los peruanos que se sentía representada en esa corriente y que ahora queda, en cierto sentido, desconectada. Era una forma de acumulación política nacional y de integración social. El fracaso de esta posibilidad, como el sabotaje deliberado al intento de acuerdo de gobernabilidad que derivó en el cierre del Congreso, es el triunfo de la incapacidad de diálogo, de la intolerancia y de la incompetencia política.

Ahora no queda sino hacer el máximo esfuerzo para reparar toda esta destrucción de capital político con el mejor diseño posible de una mejor institucionalidad, de otro nivel. Tomar en serio la reforma del sistema judicial y aprobar, en el Congreso que viene, las reformas políticas pendientes, luego de un debate que debería comenzar desde ahora.