Era mi gran día y no tenía voz. Podría echarles la culpa a los nervios, a la emoción o a una despedida de soltera al estilo de la película ¿Qué pasó ayer? Pero la causa era menos romántica o sofisticada: estaba terriblemente resfriada. Yo, que nunca me resfrío, que me jacto de ser el roble Olivares gracias a mi alimentación vegetariana, estaba el día de mi boda rodeada de tissues, jarabes para la tos y hasta anestesia en spray para mi insoportable dolor de garganta. Sin embargo, una vez más sabía que mi actitud –además de las medicinas– me iba a sacar de esa situación, así que decreté que esa voz aguardentosa, en el peor de los casos, iba a ser para la tarde una sexy ronquera.
Me levanté de la cama junto con mi dama de honor y nos fuimos juntas a la peluquería. El día anterior había tenido mi despedida de soltera soñada. Reservé una habitación en un lindo hotel e hice una pijama party con mi mejor amiga y mi hija Fernanda, mi íntima amiga, como ella me llama. Comimos canchita y vimos El diario de Bridget Jones por enésima vez. Ya en la peluquería, comiéndome el sexto Halls que Luis Miguel, mi estilista, me daba –más preocupado por mi voz que por mi moño–, recordada todo lo que había vivido para llegar a este gran día. Dos matrimonios pasados me dejaron hartas enseñanzas –sobre todo, sobre mí misma– pero también un ex esposo, hoy mi gran amigo. Además de darme una hija maravillosa, quien un día antes de mi boda me trajo frutas deshidratadas porque sabía que no iba a querer comer nada al día siguiente.
Sí, pues, no es usual que alguien se case tres veces, a menos que seas J Lo y eso te lo hace saber la sociedad en general. Como cuando tuve que llenar el cuadradito de mis compromisos pasados y la señora que atendía en la municipalidad me trajo Liquid Paper porque pensó que me había equivocado.
¿Que si me arrepiento de alguna firma en exceso? No, y esta no es una respuesta políticamente correcta. Mis decisiones, malas o buenas, me llevaron a ser quien soy y a prepararme para lo que quiero ser. Ahora, tampoco es que me encanta gritarlo a los cuatro vientos ni publicarlo en Somos ;), pero cuando creo que es necesario, lo hago. Como cuando hablé con Fer hace unos días y le conté que su papá no era exactamente mi primer matrimonio y comenté la importancia de no seguir todos los impulsos, de no confundir amor con necesidad de protección, terror a la soledad o poco amor pero hacia una misma.
Esa conversación fue una de las más difíciles que tuve, pero sus grandes ojos procesándolo todo y luego dándome una mirada cómplice y traviesa me calmaron el alma. Ya estando en el auto rumbo al matrimonio –y con el décimo Halls del día–, pensaba en el pánico que tenía de volverme a casar. Ya he explicado algunas de las razones pero había una más. Llegué a pensar que yo había descubierto la fórmula perfecta: seríamos novios eternos. De hecho, tenía toda una teoría alrededor de eso y cómo el hecho de no firmar un papel hace que te esfuerces más en la relación y bla, bla, bla. Al final, cuando Samuel me hizo esa cena sorpresa en nuestras vacaciones en Máncora, se arrodilló, me enseñó una cajita chiquita con un anillo dentro y me dijo que él no quería ser mi novio sino mi esposo, toda mi teoría se desvaneció porque la realidad era que estaba frente al hombre con el que quería envejecer. Mi teoría en realidad era un disfraz para esconder mi miedo al fracaso.
Caminando ya rumbo al altar simbólico, de la mano de Fernanda y escuchando a Pamela Rodríguez cantando Las flores pero a su estilo, recordaba todas las razones por las que quería decir ‘sí’. Me casaba con mi mejor amigo, al que quiero y puedo contarle todo. Iba a despertar, dormir y no dormir en la misma cama junto a ese hombre que admiro tanto y al que, hasta el día de hoy, así hayan pasado varios años, si me lo encuentro en la calle, le sigo diciendo “qué rico está”. Compartiré mi vida con alguien que cree en mí, incluso más que yo, y que siempre está en primera fila aplaudiendo cada pequeño logro. Viviré con un hombre que me permite enseñarle a Fer que tu pareja tiene que respetarte, amarte, cuidarte. Quizá por eso cada vez que vemos una peli donde el galán es un tipo bueno, Fer me dice “se parece al tío”. Me casaré con el hombre que no ha dejado de ponerme pasta de dientes en el cepillo por más de cinco años. Llegué al altar y allí estaba él. Cuando me preguntaron si lo aceptaba por esposo, dije fuerte, firme y sin gallos: ABSOLUTAMENTE. //