El vapor Coya en los años 60, del siglo pasado, acoderado en el lago Tititcaca, junto a un terminal del Ferrocarril del Sur. Foto: Kathy Redington
El vapor Coya en los años 60, del siglo pasado, acoderado en el lago Tititcaca, junto a un terminal del Ferrocarril del Sur. Foto: Kathy Redington
/ Kathy Redington
Héctor López Martínez

En octubre de 1889, luego de largas negociaciones y encendidas polémicas políticas donde destacó la férrea resistencia en contra del arreglo económico de un grupo de diputados liberales, el gobierno del general Andrés A. Cáceres firmó un contrato con los tenedores ingleses de bonos de la deuda externa del Perú, cuyo monto ascendía a 51 millones de libras esterlinas, producto de los empréstitos, más intereses, otorgados a nuestro país en 1869, 1870 y 1872, dinero que se empleó principalmente en la construcción de ferrocarriles. De acuerdo a la solución encontrada, nuestros ferrocarriles fueron entregados por un lapso de 66 años, además de otros pagos de variada naturaleza. Los tenedores de bonos, representados por Miguel Grace, formaron inmediatamente en Londres la “Peruvian Corporation” que se hizo cargo del material rodante y de toda la infraestructura ferrocarrilera estatal de nuestro país.

Dicha empresa, con el propósito de ampliar las operaciones del Ferrocarril del Sur que llegaba hasta Puno, decidió mandar a construir un vapor para transportar pasajeros y carga en el lago Titicaca. En ese momento solo operaban allí dos embarcaciones pequeñas, el “Yavarí” y el “Yapurá” insuficientes para atender el creciente tráfico lacustre y fluvial.

De Escocia a Puno

El Comercio, minucioso registro oficioso de lo ocurrido en la mayor parte de nuestra vida republicana, fue informando sobre todo lo referente a la singular trayectoria del vapor que sería llamado “Coya”. Se construyó en los astilleros G. Denny Hermanos, en Dunbarton, Escocia. La maquinaria procedía de talleres de la misma localidad. Cuando el buque estuvo listo fue lanzado al agua y se le sometió a todas las pruebas pertinentes, que fueron exitosas. Luego fue desarmado y reducido a miles de piezas que fueron embarcadas en el vapor “Gulf of Florida” con destino a Mollendo. De ese puerto todo el material recibido se llevó a Puno por ferrocarril venciendo numerosas dificultades.

La presencia peruana en el Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, se ha manifestado desde tiempos inmemoriales a través de embarcaciones tradicionales de totora. (Foto: PromPerú)
La presencia peruana en el Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, se ha manifestado desde tiempos inmemoriales a través de embarcaciones tradicionales de totora. (Foto: PromPerú)

En la ribera del lago Titicaca, en un punto denominado Huajje, cerca de Puno, el “Coya” fue armado minuciosamente. El Comercio, a inicios de noviembre de 1892, describía los trabajos: “El buque es construido de planchas ligeras de acero, suficientemente sólidas, para constituir una perfecta amarra longitudinal. La roda es perpendicular y la popa elíptica, muy bien ensamblada, haciendo ambos un todo compacto con los costados. Sus dimensiones son: eslora, entre perpendicular, 170 pies; manga, 26 pies; puntal, 12 pies. Capacidad de carga 260 toneladas, 45 pasajeros de primera clase y 30 de segunda. La cubierta principal es corrida y tiene suspendido en su parte media un puente. Su arboladura es de bergantín con velas latinas y de estay”.

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Conforme avanzaba el ensamblaje, El Comercio iba informando a sus lectores: “La maquinaria es de alta y baja presión, de acción directa y arreglada para hacer trabajar independientemente las dos hélices. Los calderos son dos, con cuatro hornillas que funcionan a la presión de 110 libras por pulgada cuadrada; el andar medio del buque es de diez a doce millas por hora. El comedor o salón situado a proa del puente, está hermosamente decorado; sus mesas, sillas giratorias, aparador con tapa de mármol, etc., en su pequeña escala representa, en proporción, el buen gusto y la comodidad de los vapores modernos que surcan el océano”.

No menos cuidado se puso con los camarotes “grandes y bien ventilados, provistos de lavatorios, espejos y de todo lo necesario para la comodidad de los pasajeros y, como complemento, hay una camarita independiente para señoras, dotada de cuanto puede exigir el gusto más refinado. El salón y camarotes mantienen una temperatura media confortable por medio de tubos caloríficos de vapor”.

Siguiendo con la descripción, el “Coya” contaba “con un Bar o Cantina, cuarto de baño, cuarto de fumar y botiquín suficiente para llenar las necesidades del viaje. En la cubierta baja, a proa, hay lugar bien ventilado y cómodo para los pasajeros de segunda clase”. Se mencionaban también los camarotes para el capitán del buque, oficiales y maquinistas, provistos de moderno mobiliario y “con dos telégrafos de repetición para dar órdenes a la máquina (sic)”. Para el servicio de carga y leva de anclas poseía cigüeñas a vapor y pescantes iguales a los utilizados en embarcaciones marítimas.

En el Titicaca

El vapor “Coya” fue lanzado a las aguas del Titicaca el 4 de marzo de 1893. Su primer capitán fue el ingeniero y marino inglés John Wilson, quien también dirigió los trabajos de ensamblaje. La historia del “Coya”, larga y fructífera, está llena de incidentes e incluso accidentes de la más diversa especie de los cuales siempre salió bien librado. Para muchas generaciones que utilizaron sus servicios constituía un recuerdo entrañable.

El gobierno revolucionario de Juan Velasco nacionalizó la Peruvian Corporation y el “Coya” terminó siendo transferido a la “Empresa de Ferrocarriles del Perú” (ENAFER). Por entonces ya se veía en el buque el inevitable agravio causado por los años en un trabajo intenso, sin tregua y carente del mantenimiento adecuado. Navegó hasta 1986, más de 90 años, y luego fue abandonado a su suerte en el astillero de Huajje. Allí comenzó a ser depredado impunemente por individuos que iban arrancando sus piezas para venderlas como chatarra. Lo que iba quedando se vendió en 2001 a una fundición. Por suerte el empresario arequipeño Juan Barriga, con sensibilidad histórica y conocimiento del valor de esa reliquia, la compró y la fue restaurando hasta ponerla en valor. El “Coya”, aunque ya no puede navegar, luce airoso y está al ancla en el lago sirviendo como un atractivo restaurante.

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