(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Ana Palacio

Agosto siempre es buen momento para hacer balance. Entre las prisas de la actividad veraniega y el comienzo del nuevo “año escolar”, la calma de este mes ofrece un momento para reflexionar sobre la situación (y el rumbo) de los asuntos de Europa. La Unión Europea (y sus oficinas centrales en Bruselas) no son excepción, sobre todo de cara a un año de transiciones. Pero en medio de la especulación sobre los desafíos y cambios venideros, ha pasado totalmente inadvertida una designación que por sí sola puede determinar lo que ocurra con la UE en los próximos cinco años: la de quien ocupará la presidencia del Consejo Europeo.

La atención de Europa está fija en tres cuestiones que plantean una amenaza clara e inminente: el ‘brexit’, las migraciones y el ascenso del nacionalismo, que en países como Polonia impulsa una creciente resistencia a la UE y al Estado de derecho. La forma en que se manejen estas cuestiones afectará el futuro y la funcionalidad de la UE.

En cualquier caso, para encarar estos y otros desafíos será necesaria una implementación sostenida de políticas inteligentes y previsoras, que deberán ejecutar las instituciones centrales de la UE: el Parlamento Europeo, la Comisión Europea y el Consejo Europeo. Pero tras un quinquenio de fragmentación política como nunca se vio antes en la UE, la funcionalidad futura de estas instituciones está sumida en dudas.

Comencemos por el Parlamento Europeo. En los albores de la integración europea era una institución marginadae ignorada. Pero en los últimos tres lustros el Parlamento se ha esforzado en acrecentar su poder: se ha abierto paso en el proceso legislativo formal, ha obtenido autoridad supervisora, e incluso se ha hecho un lugar en el proceso de selección del presidente de la Comisión Europea.

Pero es posible que la próxima elección paneuropea de junio del 2019 cambie el modo en que el Parlamento Europeo ejerce estos flamantes poderes. Hasta ahora, lo han dominado partidos tradicionales proeuropeos de centroderecha y centroizquierda, y los partidos más extremistas nunca han podido alejarlo de su centro de gravedad. Las últimas elecciones europeas, sin embargo, han provocado una profunda transformación de la política del continente: desde el 2014 han conseguido escaños en los parlamentos nacionales 41 partidos nuevos. Es casi seguro que el Parlamento Europeo quedará más fragmentado, un cambio trascendental en vista de los poderes obtenidos en tiempos recientes.

Una fragmentación similar debilitará también a la Comisión Europea, ya que en menos de un año habrá comisarios de al menos cuatro países (República Checa, Grecia, Italia y Polonia) designados por partidos gobernantes euroescépticos.

En cuanto al Consejo, el panorama es igualmente sombrío. Los gobiernos nacionales que lo supervisan carecen de visión, compromiso o fortaleza para fijar el rumbo del proyecto europeo. La canciller alemana, Angela Merkel, principal fuerza de Europa estos últimos diez años, está debilitada. El presidente francés, Emmanuel Macron, ha perdido empuje. El Reino Unido está en proceso de salida. Italia, Polonia y Hungría son abiertamente escépticos en relación con Europa. España tiene un gobierno de minoría que no ha surgido de elecciones, y los Países Bajos están paralizados por la oposición de derecha.

En síntesis, ninguna de las instituciones de la UE parece estar en posición de responder a los graves desafíos que enfrentan. Esto nos lleva a uno de los últimos agregados a la estructura de la UE, creado por el Tratado de Lisboa: la presidencia del Consejo Europeo.
Es común subestimar la importancia de este cargo. Pero como demostró durante su mandato el primer ocupante, Herman van Rompuy, la presidencia puede ser un elemento esencial del progreso. Durante la crisis del euro, Van Rompuy logró, casi siempre desde un segundo plano, obtener el apoyo de los estados miembros y de las tres instituciones fundamentales de la UE para la implementación de medidas muy necesarias.

El peso de este puesto no es para cualquiera. Una presidencia eficaz del Consejo Europeo demanda a una persona con un temperamento que le permita guiar a un variado grupo de figuras poderosas hacia el logro de resultados que beneficien a todas las partes, todo ello sin asumir protagonismo. Un buen contraejemplo es el mucho más visible sucesor de Van Rompuy, Donald Tusk.

La persona correcta en la presidencia del Consejo puede ser timón de todo el proyecto europeo. Pero designar a la persona equivocada dejará a la UE sin rumbo, justo cuando se necesita con urgencia una acción unificada. Evitar que eso suceda debe ser alta prioridad de la dirigencia europea.

—Glosado y editado—