(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Luis Alberto Moreno

Este fin de semana, en el marco de la VIII Cumbre de las Américas, un grupo de líderes de algunas de las mayores empresas de nuestro hemisferio hizo una declaración pública a favor de la integridad y contra la corrupción.

Específicamente, se comprometieron a no hacer aportes ilegales a campañas políticas, a no hacer obsequios o favores a funcionarios públicos y a no pagar sobornos para ganar licitaciones de contratos estatales.

Para algunos, tales medidas podrán parecer como lo mínimo que se puede esperar de tales empresas. Visto desde otra perspectiva, sin embargo, este compromiso público no tiene precedentes en los anales de nuestra región.

En la medida que muchas más empresas se sumen a este movimiento por la ética en los negocios –y cumplan con sus principios– avanzaremos hacia la meta de cambiar de una vez por todas una cultura que hasta hace no mucho tiempo toleraba la venalidad en la administración de recursos públicos con excusas como “roba pero hace”.

Los mecanismos de acción colectiva, donde un grupo de empresas adopta códigos de conducta para crear condiciones de competencia más transparentes y justas, ayudan a generar confianza no solo entre sus participantes directos sino también en la sociedad más amplia.

Estos mecanismos se utilizan tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo para prevenir la corrupción en ámbitos complejos como la operación de puertos y aduanas. Crean incentivos para que las empresas denuncien abusos como las exigencias de sobornos, incrementando el riesgo de exponer a los corruptos.

De hecho, los acuerdos de acción colectiva son un mecanismo que podríamos usar más frecuentemente en las licitaciones de obras públicas. Nuestra región necesita incrementar en aproximadamente US$150.000 millones al año la inversión en infraestructura. Dadas sus limitaciones fiscales, los gobiernos no pueden financiar tal incremento de gastos, por lo cual los recursos deberán venir del ahorro privado. Pero si no creamos un clima de confianza y transparencia en los procesos de adjudicación de contratos públicos, será muy difícil atraer inversiones de esas magnitudes.

Naturalmente, no basta con quedarse en declaraciones de intenciones, por más nobles que sean. Además de prevenir, hay que controlar y castigar la corrupción.

En ese sentido, las mismas herramientas digitales que nos abruman a diario con nuevas denuncias sobre fraudes de todo tipo también nos pueden ayudar a combatir este flagelo.

En nuestra región hay cada vez más organizaciones dedicadas a fiscalizar cómo se asignan y gastan los recursos públicos utilizando la tecnología digital. Colombia, por ejemplo, tiene un sitio virtual llamado MapaRegalías que muestra cómo los gobiernos locales usan los recursos que reciben en concepto de regalías mineras. En Brasil, el Observatorio del Gasto Público emplea el análisis de datos masivos o big data para detectar potenciales casos de fraude entre centenares de miles de contratos estatales, una tarea que en el pasado hubiese requerido millones de horas de trabajo de auditores.

La digitalización de trámites es otra manera de cerrarle puertas a la corrupción, que suele aprovecharse de las oportunidades en que los ciudadanos y las empresas tienen que presentarse ante funcionarios para conseguir una aprobación. Panamá, por ejemplo, puso en marcha un programa para digitalizar 450 trámites estratégicos. Uruguay tiene una meta aun más ambiciosa: poner online el 100 por ciento de los trámites.

Asimismo, se pueden aprovechar tecnologías emergentes como el blockchain, ya utilizadas en criptomonedas como el bitcoin, para evitar la adulteración de documentos de operaciones de exportación e importación y controlar los embarques de mercadería en puertos y pasos fronterizos.

Estos son apenas algunos ejemplos de lo que se puede hacer con las tecnologías digitales, que también se pueden utilizar para combatir delitos como el lavado de dinero o la evasión tributaria. Pero la tecnología, claro está, no es una varita mágica. La adopción de estas herramientas tiene que ir de la mano con el fortalecimiento y perfeccionamiento de nuestras instituciones, un proceso que nunca concluye. Y tiene que respaldarse con voluntad política, sin la cual nada cambia definitivamente.

Afortunadamente, eso también está cambiando. En respuesta al clamor de nuestros ciudadanos, que señalan la corrupción como nuestro principal problema, muchos de nuestros gobiernos han puesto la transparencia al tope de sus agendas de reformas.

Es más, como nunca en nuestra historia, en años recientes hemos sido testigos de cómo las instituciones judiciales han llevado hasta las últimas consecuencias numerosas investigaciones en casos que involucraban hasta a las personas más poderosas de varios de nuestros países.

Con esto no afirmo que se haya hecho justicia en todos y cada uno de los casos de corrupción que han trascendido a la opinión pública. Pero el hecho de que varios ex presidentes y líderes de grandes constructoras hayan sido condenados e incluso puestos tras rejas envía una poderosa señal al resto del mundo de que ya no somos una región que le hace la vista gorda a la venalidad.

Tengo la esperanza de que estemos en una coyuntura histórica que en el futuro podríamos identificar como el momento en que nuestras sociedades, desde los líderes políticos y empresariales hasta los votantes, le dijeron basta a la corrupción, inaugurando una era de transparencia y prosperidad compartida.