
¿Puede aplaudir la elección de Robert Prevost como sumo pontífice de la iglesia católica alguien que no cree en esa iglesia? Desde luego que sí. Conozco a muchas personas que, no obstante haberse declarado ateos, escépticos o agnósticos, saltaron en un pie el día que Prevost se convirtió en el Papa León XIV. Lo mismo pasó en 2013, cuando le tocó a Jorge Bergoglio asumir el cargo. Cómo no alegrarse de que hombres sensibles a la pobreza, solidarios con la migración, que combaten a los pederastas disfrazados de sacerdotes, que no dudan en llamar «genocidio» a la acción criminal israelí en Franja de Gaza, y que enfrentan los discursos de odio reinantes; cómo no alegrarse de que individuos con esas convicciones se pongan al frente de una de las instituciones más influyentes de la historia para intentar paliar en algo su desprestigio de décadas.
Yo soy de los que cree en Dios, pero no en la Iglesia. Y aunque he recibido cinco de los siete sacramentos, apenas practico el catolicismo en los aviones (catolicismo aéreo). Creo en la historia pero no en la Biblia. Creo en la comunidad más que en la misa. Y sí: creo mucho en el Vaticano, pero no como feligrés, sino como turista (no creo haberme recuperado de la impresión de haber visto la cúpula de Capilla Sixtina, pero también La Transfiguración de Sanzio, el Moisés de Miguel Ángel o la escultura de Laocoonte y sus hijos).
Me gusta, además, creer que Dios también puede ser imperfecto, incluso malicioso. Me aburre profundamente la idea de que todo el tiempo sea magnánimo, incólume, autosuficiente. Me identifico más con la posibilidad de un Dios contradictorio y errático que, en su propósito de ser indulgente, a veces daña. Por eso me cae bien el Jesús paltoso de Scorsese: un Cristo que duda de su legado, que se escapa al desierto a maldecir su misión, y que triunfa sobre el pecado, no porque lo conjura, sino porque lo hace suyo. Qué diferencia con ese barbón tan livianito y caricaturesco que aparece en las películas de Semana Santa, y que todo lo soporta, que todo lo sabe de antemano, que asume su condición sin vacilaciones, sin despellejarse, sin atragantarse de miedo. Por la misma razón creo en el Caín altanero de Saramago, que porfía a su Señor preguntándole por qué mata a los inocentes de Sodoma. Y en el Ladrón Malo de Herman Hesse, porque tiene ética, carácter, y porque sigue su camino hasta el final, sin renegar en el último momento cobardemente del demonio que le había ayudado hasta entonces. Creo en los ritos, no en la Liturgia. Creo en las colas, si son para entrar a un concierto o un clásico de fútbol, pero no para recibir la hostia. Creo en el espíritu, no en la religión reinterpretada. Creo en los sacerdotes de a pie, no en los curas enjoyados.
Desde el mismo momento en que Robert Prevost rompió el protocolo de su discurso en italiano frente a la Plaza San Pedro para saludar, en español, a la diócesis de Chiclayo, los peruanos lo adoptamos como nuestro nuevo patrono, como un futuro santo local. Los memes viralizados en las redes sociales, donde se le ve –inteligencia artificial de por medio– consagrando ostias en forma de camote, bebiendo botellines de Inka Kola, o luciendo la camiseta blanquirroja de la selección peruana de fútbol son, en el fondo, muestras de orgullo de parte de los hijos de un país huérfano de líderes y figuras internacionales. No tenemos presidenta, ni Congreso, ni iremos al Mundial. Pero tenemos Papa.
De un momento a otro, Chiclayo ha dejado de ser una de las ciudades con mayor percepción de inseguridad a nivel nacional –cantera de sicarios y extorsionadores– para convertirse en el destino más buscado por reporteros de los cinco continentes, que han llegado deseosos de conocer los detalles del pasado peruano de Prevost: desde dónde predicaba hasta dónde jugaba tenis, pasando por dónde devoraba ceviches y secos de cabrito (aquí cabe una mención especial para el mesero del restaurante El trébol Carlos López Reátegui, quien atendió varias veces al hoy sumo pontífice, y cuyo testimonio ha sido el más sincero y lapidario: «no nos dejaba propina, pero sí su bendición»).
En menos de diez días, León XIV ha logrado generar entre los peruanos una corriente de orgullo, empatía y esperanza. Quizá ese sea su primer milagro.