El próximo sábado se cumplirán cinco años desde aquel recordado mensaje con el que el entonces presidente Martín Vizcarra decretó la cuarentena por el en nuestro país. Cinco años ya. Parece mentira que haya pasado tanto tiempo. Ese 15 de marzo del 2020 tenía la sensación (que, me imagino, muchos compartían) de que el encierro sería cuestión de semanas o, en el peor de los casos, poniéndonos, digamos, alarmistas, de un puñado de meses. No creo que alguien haya imaginado que la iba a durar tanto, ni que iba a golpearnos como lo hizo. No al menos entre nuestras autoridades.

Unos días antes del encierro, por ejemplo, la entonces ministra de Salud, Elizabeth Hinostroza, fue entrevistada por “La República” y dejó una serie de frases que, leídas hoy, parecen un completo disparate. “Nosotros entendemos que la infección por coronavirus solo necesita un 19% de atención hospitalaria; ese 19% va a ser atendido en las UCI de los hospitales”, “hemos trabajado un protocolo para que, así como llenamos una ficha en Migraciones, también se llene en los vuelos, [...] no es que todo el vuelo va a pasar examen, habría una congestión innecesaria”, “se tienen suficientes pruebas de descarte”, entre otras afirmaciones que, con el paso de los días, mostraron estar –ni falta hace decirlo– fatalmente equivocadas.

Pese a ello, sin embargo, no considero que Hinostroza haya sido particularmente negligente. Yo recuerdo que por aquellos días numerosas autoridades alrededor del mundo se esforzaban por transmitir esa sensación de que el virus no era para tanto. El problema es que en nuestro país esa subestimación inicial de la enfermedad –alimentada en buena cuenta por lo poco que se conocía de ella– se vino a sumar a un sistema de salud que arrastraba décadas de carencias y a una economía con un nivel de informalidad que era incompatible con un encierro prolongado. El resultado, según las cifras oficiales, fueron unas 221.000 muertes, más de 4,5 millones de contagiados, decenas de miles de huérfanos, negocios arruinados, ahorros fundidos y una lista de lecciones que, se suponía, íbamos a aprender a la mala una vez que nos tocara volver a salir de casa.

La más evidente era que la salud no podía seguir siendo la última rueda del coche. Y, sin embargo, ningún gobierno posterior ha hecho siquiera el intento de cambiar esto. Ya sé que de la brevísima administración de Pedro Castillo se suelen recordar principalmente sus corruptelas o el tragicómico desenlace que tuvo, pero yo no olvido que por puro cuoteo político “el profesor” colocó como ministro de Salud a un promotor de un producto que no tenía base científica alguna y que en otros países se califica abiertamente como una estafa, “el agua arracimada”. Ni que, por el mismo motivo (el cuoteo), le entregó ese mismo ministerio a un aliado de su gobierno, APP. Por no hablar de lo que hizo con EsSalud hace apenas unos días, cuando designó como titular de la entidad a una persona con una orden de captura vigente, lo que obligó a deshacer el nombramiento a solo horas de haberse producido.

Se suponía también que la pandemia debía convencernos de que la ciencia es vital para tomar decisiones, de que era inconcebible ver al personal de la salud mendigando todos los años por mejores sueldos, de que los hospitales debían ser –por fin– equipados, de que la formalidad era la mejor protección económica para los trabajadores (y que en esa medida había que promoverla, no dificultarla), de que las vacunas salvaban vidas y un largo, larguísimo, etcétera que hoy, sin embargo, se parece más a las famosas listas que se preparan en Año Nuevo y que suelen durar lo que la euforia del momento.

Cinco años después, la lección más amarga de la pandemia es que parece que no aprendimos nada de ella. A veces, de hecho, tengo la sensación de que para nuestras autoridades esta nunca pasó.


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