(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alexander Huerta-Mercado

¿Qué está haciendo usted en este momento? Leyendo este artículo en un espacio determinado, sea en papel escrito o en una pantalla. Es muy probable, además, que esté sentado. Usted ha convertido un espacio infinito en un lugar concreto y luego en su territorio.

No solo un área geográfica, ni únicamente parte de una arquitectura. El espacio es una construcción social, que varía con el significado y el uso que le damos. Por sí mismo, es uno de los temas más fascinantes en las ciencias sociales.

Hoy vemos en la calle cómo muchos candidatos a la alcaldía han convertido en territorio el espacio público a través de sus imágenes sonrientes, haciendo propaganda en pos de gobernar un determinado lugar. A su vez, hace poco fuimos testigos de un serio enfrentamiento entre dos grupos que valoraban un espacio en disputa como sagrado. Uno de ellos era religioso y su pastor había recibido, según su propio testimonio, una orden divina de ocuparlo. El otro estaba conformado por los seguidores de un equipo de fútbol que goza de mucha popularidad, identidad local y fidelidad de su hinchada.

Definamos. Para este artículo, ‘espacio’ es una realidad abstracta, infinita y general. Un ejemplo que me gusta es la idea de ‘espacio sagrado’ que los humanos concebimos como el sitio en el que viven los dioses, llámese Asgard, Hanan Pacha, cielo, Olimpo o el Valhala. Esta dimensión se contrasta con el espacio profano, que es el lugar donde los mortales habitamos. A veces, ambos espacios se intersecan y dan origen a lugares sagrados como iglesias, cementerios o tierras santas.

Seguidamente, definiremos ‘lugar’ como un fragmento concreto del espacio, que existe materialmente y que el ser humano acostumbra a bautizar bajo nombres de calles, avenidas, ciudades, comunidades o provincias para después ubicarlo en los mapas. En un deslumbrante ejemplo, el antropólogo Keith Basso describió cómo los apaches nombraban cada lugar con una serie de nombres de personajes míticos interconectados. Los territorios, al ser recorridos, convertían las llanuras de Arizona en una suerte de texto que educaba a los niños y recordaba a los adultos las hazañas de sus ancestros. Vemos cómo, pese a que los lugares son concretos, también pueden estar impregnados de significados, espacios que recordamos y que “tuvieron su momento”, como reza una canción de los Beatles que los relaciona a las personas que amamos. O como dice un hermoso poema de Mario Benedetti:

Cada ciudad puede ser otra
cuando el amor la transfigura
cada ciudad puede ser tantas
como amorosos la recorren.


Por otro lado, el ‘territorio’ es la parte del lugar que hacemos nuestro, aunque sea momentáneamente. El ser humano ha ideado rituales complejos para demarcar su territorio: desde clavar una bandera en la tierra, sentarse primero en la combi, dejar la mochila en la carpeta o tender la toalla en una playa hasta invadir un terreno.

Como si fuera poco, existen espacios cotidianos con los que no guardamos mayor relación, que buscamos evadir lo más rápido posible y que se constituyen en lo que el antropólogo francés Marc Augé llama ‘no lugares’. La calle, por ejemplo, no existe en nuestra autonarrativa diaria y solo aceptamos ir en un medio de transporte porque sabemos que nos llevará de un sitio A hacia un sitio B. Y nos resultaría incómodo que un choque o un conflicto prolongue ese tránsito por el no lugar.

Estos no lugares se nos presentan intrascendentes, solitarios y anónimos. Para algunos, un no lugar puede ser la sala de espera de un aeropuerto, la zona de cajeros automáticos o una estación de buses interprovinciales. “La soledad es una estación de madrugada”, reza una canción de Ana Torroja.

Los no lugares, en nuestra percepción, crecen como esas manchas que lo comen todo en las películas de ciencia ficción y en nuestra sociedad. Cada vez hay menos espacios fuera de la casa donde nos sintamos cómodos e identificados.

Asimismo, de forma progresiva, en nuestras ciudades hay menos ‘espacios públicos’ que sean concretamente espacios de relación, de identificación, de contacto, de encuentro y de discusión. Técnicamente, los parques, las plazas y alamedas deberían ser un espacio en donde podamos ejercer nuestra ciudadanía, nuestra libertad y nuestra voluntad pacífica. En el caso particular de las ciudades peruanas, sin embargo, existe lo contrario: lejos de ser un espacio democrático, en estos somos vigilados, castigados, juzgados. Además, ha sido un espacio donde las mujeres han sufrido constante peligro y amenaza de manera extrema; donde la población lesbiana, gay, bisexual, transexual ha sido insultada y muchas veces violentada;donde la libre expresión pacífica ha sido reprimida y donde hay miedo constante.

El sociólogo Pablo Vega Centeno es muy preciso al señalar que ha existido una tendencia a preferir el espacio privado en Lima, enrejando calles y haciendo cada vez más difícil el acceso a unidades residenciales. Peor aun, hemos perdido el placer de caminar en la calle y preferimos desesperadamente usar un sistema de transporte que, si bien incómodo, nos salva de la peligrosa y difícil ciudad.

Hoy las parejas jóvenes que quieren salir a pasear prefieren los ‘espacios semipúblicos’ como los malls, centros comerciales que se han multiplicado en todo el Perú y que parecen ofrecer –en sus áreas de comidas y juegos– espacios seguros que en realidad le correspondían a la plaza, al parque y al entorno de los monumentos, a las calles de nombres desconocidos y al bulevar.

Parece además haber sucedido algo gracioso que no hubiera podido ser imaginado ni en las novelas de ficción más audaces: ha surgido un espacio paralelo a donde muchas personas se están mudando, el ‘ciberespacio’. A pesar de que técnicamente el Internet es un conjunto de computadoras conectadas, ese gran espacio virtual es casi infinito. Allí se han generado una serie de lugares en forma de páginas que hemos convertido en territorios de los que buscamos apropiarnos. Aquí tenemos, por ejemplo, a , a Twitter, a los correos o a Instagram. Cada vez hay más personas ausentes, que miran sus celulares en las calles y en las combis, y que viven en un espacio más seguro; el colorido Internet, y que parecen transitar en una vida paralela que coincidiría con un poema de Manuel González Prada:

Para verme con los muertos,
ya no voy al camposanto.
Busco plazas, no desiertos,
para verme con los muertos.


Definitivamente, una invitación para resucitar el espacio público y a nosotros con él.