Editorial El Comercio

Hace dos días, una noticia largamente esperada por el país finalmente llegó: el Departamento de Estado de los Estados Unidos al Perú del expresidente por los delitos de colusión y lavado de activos en el contexto del . Como se sabe, esto sucede cinco años después de que el Ministerio Público se lo requiriese al juez Richard Concepción Carhuancho, del Primer Juzgado de Investigación Preparatoria.

A lo largo de ese tiempo, el fundador de Perú Posible ha enfrentado distintas restricciones a su libertad, pero últimamente venía cumpliendo con una detención domiciliaria en San Francisco (California) y era vigilado mediante un grillete electrónico. Ahora, sin embargo, el juez estadounidense Thomas S. Hixson se apresta a evaluar el próximo 9 de marzo un pedido para que con miras a ser extraditado a nuestro país, lo que podría concretarse en algunas semanas más.

Una vez acá, el exmandatario deberá cumplir los 18 meses de prisión preventiva que le fueron dictados por el Poder Judicial a pedido del Ministerio Público, que lo acusa de haber recibido una coima de más de US$30 millones de la empresa Odebrecht por la concesión de la licitación de los tramos 2 y 3 de la carretera Interoceánica Sur. Su destino probablemente será el penal de Barbadillo, en donde compartiría encierro con los también ex jefes del Estado y (con lo que el Perú pasará a ostentar el récord de tres expresidentes recluidos, además de otro que estuvo en ese trance hasta hace poco, como , y de uno cuya situación legal no pinta para nada bien, como ), pero la decisión final sobre ese particular estará en manos del INPE.

Hechas todas estas precisiones, hay que decir, en primer lugar, que estamos ante una buena noticia. Una confirmación del aforismo que afirma que la justicia tarda, pero llega; y también, de que seguir los caminos institucionales y el debido proceso no conduce, como muchos creen, a la impunidad y a callejones sin salida. Es de esperar, en ese sentido, que las autoridades nacionales actúen con la rapidez y la eficiencia que la situación demanda.

En segundo lugar, resulta pertinente hacer una reflexión sobre todo lo que este caso, paradigmático en lo que a los vínculos entre la política y la corrupción se refiere, pone sobre la mesa. Toledo, como se recuerda, es un peruano de orígenes humildes que, gracias a las oportunidades que se le ofrecieron, superó las limitaciones que su circunstancia supuestamente le imponía y llegó muy lejos: ni más ni menos que a la presidencia de nuestro país. “Soy un error de la estadística”, es la frase con la que a él le gustaba ilustrar su historia personal.

Lo que sucedió después, sin embargo, pareció calcado de la penosa peripecia de todos los otros políticos ventajistas que hemos sufrido a lo largo de nuestra vida republicana; particularmente, en las últimas décadas. Más allá de los ribetes chispeantes y festivos de su paso por el poder, en efecto, sus vínculos con la corrupción no tardaron en ponerse en evidencia. Y cuando, ya fuera de Palacio, sintió que la justicia estaba por echarle el guante, hizo lo que tantos de sus antecesores y sucesores en el cargo han hecho: balbucear explicaciones que pronto se demuestran falsas, declararse un perseguido político y huir del territorio nacional (esto último, no todos lo consiguen, como Pedro Castillo podría testimoniar).

La acusación por la que finalmente será extraditado no es la única que pesa sobre él, pero sí la más avanzada. Y también la que cuenta con elementos indiciarios aparatosos (la compra de propiedades con fondos no aclarados) y testimonios devastadores de parte de sus antiguos cómplices y socios: , Jorge Barata y Marcelo Odebrecht. Así, a la prisión preventiva le seguirá seguramente la definitiva. Y, con ello, se hará claro que Toledo no fue ningún error de la estadística, sino más bien su patética confirmación. De la estadística que sugiere que nuestros gobernantes, sin importar su origen, acaban enredados en estas turbias historias, queremos decir.

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