Editorial El Comercio

Una tragedia absolutamente evitable enluta hoy a 13 hogares peruanos. La noche del sábado pasado, una intervención policial en el local nocturno Thomas Restobar, en Los Olivos, resultó en el fallecimiento de 13 personas, varios heridos y 23 detenidos hasta el momento.

A pesar de las restricciones de los eventos sociales y las órdenes de inamovilidad social decretadas para reducir los contagios de COVID-19, el establecimiento congregaba a cerca de 120 personas. Tras ser alertados por los vecinos, integrantes del Escuadrón Verde de la Policía Nacional acudieron al local. De acuerdo con el Ministerio del Interior (Mininter), entonces “los asistentes a la fiesta intentaron escapar por la única puerta de ingreso, atropellándose y quedando atrapadas (sic) entre la puerta y una escalera del local”. Según la policía, en la intervención no se emplearon armas ni bombas lacrimógenas. Los jóvenes murieron por asfixia.

Analizando de manera integral, la tragedia representa –en modo resumido y acelerado– muchos de los yerros que han agravado el avance del COVID-19 en el país. Al igual que en la pandemia, los niveles de responsabilidad son diversos. Cargar la mayor parte de la culpa sobre las propias víctimas es obtuso, cruel, e invisibiliza las falencias estructurales que hacen posible que situaciones como esta se repitan. Sin duda, asistir a un local nocturno abarrotado no solo era ilegal, sino quizá una de las actividades de mayor probabilidad de contagio, dada la naturaleza del virus, pero no existe proporción alguna entre esa transgresión y las consecuencias para las víctimas.

Por otro lado, la actuación de las fuerzas del orden debe estar ahora en el ojo de la tormenta. La ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, Rosario Sasieta, mencionó que “la policía ha cumplido con todos los protocolos escrupulosamente”. Ello puede ser cierto. Pero si el cumplimiento escrupuloso de los protocolos de intervención en casos como este resulta con el fallecimiento de 13 personas, entonces los protocolos están mal. En la medida en que no se trataba de un evento fortuito o imprevisible –reuniones en locales pobremente acondicionados ocurren de manera constante en todo el Perú–, es inconcebible que el aparato estatal no disponga de políticas de intervención que vayan más allá del mazazo desesperado sobre la puerta de entrada. Al igual que con la pandemia, la falta de capacidad de respuesta inmediata del Estado lleva parte de la culpa.

Y hay, también, fallas estructurales que trascienden de largo este caso puntual. La propia Municipalidad de Los Olivos, por ejemplo, no puede escapar a un serio escrutinio. Sobre ella recae la capacidad de fiscalización de locales que, como este, nunca debieron empezar a operar. Al respecto, su alcalde, Felipe Castillo, indicó que “no se puede llegar hasta todos los rincones de Los Olivos donde se suscitan hechos incorrectos como el comercio ambulatorio, reuniones familiares, en parques”. Lo cierto es que se trataba de un lugar conocido y que, según refirió la ministra Sasieta, contaba solo con permiso para labores de textilería.

La responsabilidad más directa, obviamente, deberá ser asumida por los dueños del establecimiento, ya detenidos, pero ello no debe opacar la cadena de errores que –de manera similar al caso de la deflagración de Villa El Salvador– causó el fallecimiento de más de una decena de personas. Luego del luto respectivo, lo mínimo que se puede exigir es total transparencia sobre lo que falló e identificar a los responsables. Esta es, a fin de cuentas, la única manera en que se podrá evitar una nueva y absurda tragedia.