Editorial El Comercio

Los últimos acontecimientos alrededor de la “renovación” del Ministerial tienen la extraña confluencia de ser insólitos y, a la vez, predecibles. El miércoles pasado, el titular de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), , hizo pública su carta de renuncia al cargo alegando razones personales y su vocación académica. Los rumores de días previos sobre un recambio desde lo más alto del Gabinete se hacían realidad. El jueves, el presidente parecía aceptar implícitamente la renuncia de Torres al compartir en sus redes sociales una convocatoria a “los partidos políticos, sociedad civil y organizaciones a ser parte de un Gabinete de ancha base que trabaje por el Perú”.

Sin embargo, un día más tarde, el mandatario daba marcha atrás al comunicar que la PCM se mantenía sin cambios: no aceptaba la renuncia de Torres. La historia, por supuesto, es característica del grado de improvisación y falta de seriedad con que se ha manejado el Ejecutivo. Se puede recordar, por ejemplo, que el predecesor de Torres en la PCM, el congresista Héctor Valer, estuvo apenas una semana en el cargo, o que el gobierno lleva ya más de 60 ministros en su haber a poco más de un año de haber iniciado funciones, la mayoría de ellos sin calificaciones para el puesto. Por lo demás, ¿qué imagen del titular de la PCM, de la estabilidad del Gabinete y del propio presidente debería llevarse la ciudadanía luego de este episodio? A primera vista, la que queda es la de un jefe de Gabinete poco comprometido con su gobierno, y la de un mandatario tan deslegitimado que es incapaz de encontrarle un reemplazo.

El papelón no quedó ahí. El gobierno repuso en el Gabinete a Betssy Chávez –correctamente censurada por el Congreso hace poco más de dos meses cuando estaba a cargo del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo (MTPE)–, esta vez en el Ministerio de Cultura (Mincul). La antigua cartera de Chávez ahora será ocupada por el ministro Alejandro Salas, quien antes lideraba el Mincul (aunque solo en la teoría) y ejercía en la práctica el papel de denodado defensor mediático del presidente Castillo. A su vez, Geiner Alvarado fue trasladado del Ministerio de Vivienda, entidad acusada de ser parte del entramado de corrupción que investiga la fiscalía, al Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), epicentro de tal entramado. En el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), el reemplazo de Óscar Graham, Kurt Burneo, genera muchas más dudas e incertidumbre que tranquilidad. Y en la cancillería, la elección de Miguel Ángel Rodríguez Mackay, cuyas posiciones contrarias al mandatario en temas de política exterior han sido ampliamente difundidas en los últimos dos días, es sencillamente incomprensible.

El presidente, pues, no intentó o no pudo armar un Gabinete con rostros que le otorguen oxígeno político. Así, cercado por la fiscalía, carente ya de nuevas cartas para jugar y sin logros que mostrar durante su primer año de gestión, el gobierno parece entrar ahora en una fase mucho más ensimismada, confrontacional y peligrosa; acometer una suerte de huida hacia adelante.

De otro modo no se puede entender el discurso de ayer del presidente Castillo –seguido de mensajes de igual tenor en redes sociales– amenazando a las fuerzas políticas de que esta sería la “última vez” que les tiende la mano antes de verse obligado a hacer una “cruzada nacional” para defender la democracia. Más allá de la pobre capacidad que puede tener un mandatario rechazado por tres de cada cuatro peruanos para liderar algún movimiento ciudadano, el tono autoritario y desafiante utilizado es incompatible con cualquier estándar democrático.

¿Pretende el presidente encabezar marchas que tomen el Palacio Legislativo si sus demandas a la oposición no son atendidas? ¿Un autogolpe de Estado? Si el presidente tenía alguna esperanza de completar su período constitucional al frente de la nación, debe saber que el camino de confrontación y autoritarismo que ha elegido emprender es, en realidad, el más corto hacia su salida prematura.

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