"En economía, no son pocos los aspectos en los que el sentido común a veces juega una mala pasada, sobre todo cuando se trata de regulación con 'buenas intenciones'". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"En economía, no son pocos los aspectos en los que el sentido común a veces juega una mala pasada, sobre todo cuando se trata de regulación con 'buenas intenciones'". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Diego Macera

No es fácil precisar qué cosa es “sentido común”. El término –sorprendentemente– tiene una historia muy larga, que va hasta la Antigua Grecia, y su definición exacta discurre en debates epistemológicos complicados. Baste con decir, para efectos de este artículo, que es aquella facultad humana que permite entender y juzgar asuntos básicos de manera correcta.

El sentido común, qué duda cabe, es esencial para desenvolverse de manera mínimamente adecuada en casi cualquier ámbito, para resolver casi cualquier problema de la vida cotidiana, simple o complejo. Pero también es cierto que no funciona en todos los campos.

En física, por ejemplo, es conocido que, a escala muy pequeña o muy grande, las leyes de la física cuántica y de la relatividad desafían nociones elementales sobre cómo se comportan la materia, el espacio y el tiempo. En estadística, los casos contra intuitivos abundan. Por ejemplo, a la mayoría nos sorprende muchísimo la llamada “paradoja del cumpleaños”: si juntamos apenas 23 personas en un mismo cuarto, hay 50% de probabilidades que al menos dos de ellas soplen velitas el mismo día. Con 70 personas, la probabilidad de compartir cumpleaños es de 99,9%. Nuestro sentido común no está preparado para trabajar con exponenciales.

En economía, no son pocos los aspectos en los que el sentido común a veces juega una mala pasada, sobre todo cuando se trata de regulación con “buenas intenciones”. El caso más repetido es el de los controles de precios, que se establecen para “garantizar” productos baratos al que más familias puedan acceder. Y, sin embargo, lo que logran es exactamente lo contrario. La forma más segura de que un alimento desaparezca de los anaqueles y de la mesa familiar es colocarle un precio máximo, pues deja de ser rentable producirlo y venderlo. Venezuela es un caso emblemático hoy; el Perú lo fue hace unas décadas.

Hay otras regulaciones “bienintencionadas” que, aunque no lo parezcan a primera vista, también son controles de precios, con resultados consiguientes. Los límites a las tasas de interés que se pueden aplicar en el sistema financiero –y que serían de sentido común para que más gente obtenga créditos baratos– terminan, como en Chile, empujando a los usuarios más pobres al sector informal donde pagan tasas más caras. El salario mínimo y algunos sobrecostos laborales –en teoría colocados para defender y mejorar las condiciones de los trabajadores– tienen en demasiadas ocasiones el efecto precisamente contrario: un mar de informalidad donde no se cumple ni una de las bienintencionadas reglas.

Otros casos contra intuitivos son las declaraciones líricas que dan derechos que para la ciudadanía solo existen en el papel de “El Peruano”. En nombre del “derecho al agua”, por ejemplo, se prohíbe que se desarrolle un mercado donde haya incentivos para almacenar agua potable, distribuirla y cuidarla. La derogación en el 2015 del decreto legislativo que permitía la inversión privada para la conservación, investigación y puesta valor del patrimonio arqueológico –que está en condiciones lamentables en casi todo el Perú– (“para no privatizarlo”, se dijo) es un caso extremo de los derechos de papel. Aunque falte al sentido común, en lenguaje político la frase “garantizar el acceso” suele desencadenar lo opuesto.

Otras intervenciones de mercado para mejorar la competencia también tienen consecuencias inesperadas. Un ejemplo famoso es la página web del Gobierno Chileno que mostraba los distintos precios de la gasolina en cada grifo para que los consumidores puedan comparar y elegir el más barato. Sin embargo, en vez de cumplir ese objetivo, la publicación online habría facilitado la colusión tácita entre grifos, disminuyendo la competencia y aumentando sus márgenes en 10% en promedio.

Todo esto no quiere decir que la economía sea decididamente opuesta al sentido común –por el contrario, la intuición es quizá una de las mejores herramientas de cualquier economista–, pero sí quiere decir que se debe sospechar de recetas que suenan, a veces, demasiado bien para ser verdad, sean o no de sentido común.