Fotografía de una calle vacía en el distrito limeño de Miraflores, el pasado 20 de marzo. (Foto: EFE).
Fotografía de una calle vacía en el distrito limeño de Miraflores, el pasado 20 de marzo. (Foto: EFE).
Gustavo Rodríguez

Varios son los amigos que me mencionan que este confinamiento debe ser ideal para escribir: ¿no es un mundo detenido el mejor escenario para quienes necesitan del aislamiento para trabajar? Debería serlo, con el aliciente de que desde hace un tiempo tengo el argumento para una novela, pero, tal como ocurre con la doble negación, el aislamiento dentro del aislamiento me ha llevado a un punto de inmovilidad. Escribir ficción en un clima de ficción me parece muy surreal, pero hoy me di cuenta de un factor específico agazapado en el argumento de esa novela que no sé si llegue a escribir: la historia de un hombre obligado a cruzar la ciudad de Lima minutos después de un terremoto cruel.

La asociación de ideas se me hace clara: esta reptando sobre territorio peruano es, también, un terremoto que nos remece en cámara lenta. Los primeros días nos pillaron entre sorprendidos e incrédulos, en los siguientes nos llenamos de pavor, y hoy rogamos que el pico ya haya trascurrido mientras nos preguntamos cómo serán los escombros que nos encontraremos.

Si los cataclismos tuvieran alguna utilidad, esta sería la de revelar la realidad de los estados y de las sociedades bajo su amparo. Son pruebas ácidas que no mienten: las grandezas y tropelías nos muestran su rostro en tiempo real. Este país, que se alistaba para celebrar los 200 años de su contrato republicano firmado en un papel adulterable, ha desnudado con la pandemia el balance de nuestras últimas acciones. Súbitamente optimistas debido a un crecimiento económico sin precedentes, con las evidencias de una nueva –aunque precaria– clase media consumidora, y con el surgimiento de expresiones culturales que nos iban llenando de orgullo –la cocina adelante, como vitrina de nuestra riqueza biológica y cultural–, fuimos barriendo bajo la alfombra nuestros males endémicos y menospreciando como aguafiestas a las voces que daban señales de alerta. Quizá el haber salido de la pesadilla social y económica que estalló aquí en los años 80 nos hizo ser más indulgentes con los tiempos que íbamos respirando, pero, ¿merecíamos un país que no se desarrollaba a la misma velocidad que iba creciendo? ¿Fue sabio aplazar las reformas necesarias hasta convertirnos en un manganzón torpe, pero con plata?

La democracia es un sistema imperfecto para hacer más justas nuestras sociedades, sin embargo carece de la eficacia resolutiva de las deplorables dictaduras. ¿Será esta emergencia la espada que nos conmine a reformarnos como sociedad más equitativa? Es inevitable que de aquí se desmoronen más inquietudes: ¿Lograremos un Estado más presente allá donde ha habido abandono? ¿Lograremos amenguar nuestra secular mentalidad centralista? ¿Seremos implacables con las mafias –¡qué espanto la de la policía en tiempos de muerte!– que se enriquecen dejándonos vulnerables? ¿Crearemos los incentivos para que miles de empresas familiares se tornen formales y sus trabajadores accedan a un nivel básico de seguridad?

Esta calamidad nos puede hundir o puede ser el resorte de un salto cuántico.

Los dados han sido lanzados y un mínimo de consenso puede lograr que el azar no sea el único dirimente.

Que la ciudad de Pisco, sin reconstruir desde el terremoto del 2007, nos quede como advertencia.


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