"Sentía que todos los que no me conocían me miraban con mala cara, me tenían mala onda o me odiaban". Lee la columna de Lorena Salmón. (Ilustración: Kelly Villarreal / Somos)
"Sentía que todos los que no me conocían me miraban con mala cara, me tenían mala onda o me odiaban". Lee la columna de Lorena Salmón. (Ilustración: Kelly Villarreal / Somos)
Lorena Salmón

Intento recordar cómo era yo a los 13 años, edad que mi hija ha cumplido este 2021.

Felizmente tengo a mi madre y hermana como testigos fieles de lo difícil que pude ser en mi adolescencia. No solo no me entendía: no tenía idea de quién era, qué quería, ni cómo lidiar con esa infinita sensación de vacío que, contradictoriamente, era lo único que me llenaba. El inmenso vacío.

Recuerdo que durante mi adolescencia mis amigas eran mi mundo, que no conversaba casi nada con mi madre sobre lo que sentía o lo que me pasaba, mucho menos con mi padre. Toda mi energía siempre estuvo en buscar a alguien que me quisiera más de lo que yo me quería.

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Los amigos no se hacían online, ni siquiera existía Internet tal cual la conocemos hoy, sino que paraba en la calle. Literal.

Mi barrio era mi patio de diversiones y en la esquina de mi calle nos reuníamos a no hacer nada más que hablar. Estaban las hermanas Cáceres, Romina y Fabiola, mis vecinas y amigas; Vane Caravedo, que hoy me leerá desde el cielo, y los demás, nuestros amigos molineros y futboleros. El grupo de chicos estaba dividido en dos: los más grandes, que en ese entonces tenían 16 años, Fabrizio, Harry, Giovanni; y los ‘chibolos’, ‘Flecha’, Diego, Óscar, Jose y perdonen todos a los que dejé en el olvido.

Tuve mi primer novio a los 14 años. Nos dimos un solo beso en las escaleras de la casa de mis padres y no nos volvimos a ver hasta que terminamos, por teléfono, después de un mes.

El colegio nunca fue un problema, en términos académicos. Me encantaba destacar y no contemplaba la idea de no hacerlo; y ahora que lo pienso bien, como persona fui cruel, hice bullying, me creía superior a otros, era cero empática con quien no conocía o con quien no quería.

También sentía que todos los que no me conocían me miraban con mala cara, me tenían mala onda o me odiaban. En otras palabras, tenía un severo ego. Todo lo tomaba de modo personal.

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Recuerdo a mi madre, padre y hermana tratando de complacerme siempre, tenerme una paciencia infinita y un amor absolutamente incondicional porque no había ocasión en la que intentaran cambiarme el mal humor y hacerme sentir un poco más feliz.

No, yo crecí en el padrón de víctima absolutamente sobrepasada por una sensibilidad desmedida y una inteligencia emocional jamás trabajada.

La idea era sentirme mal. O al menos ese fue el propósito que cumplí. ¿Tuve ayuda o soporte profesional? He pasado por tantos terapeutas que no recuerdo el nombre de cada uno de ellos.

¿Me ayudaron? Aunque sus intenciones eran buenas, no.

Yo elegí sufrir hasta bien entrada la adultez.

Fue a partir de un episodio con mi hija que comencé las sesiones de psicoanálisis y fue mi terapeuta un regalo de Dios. Eso y permitirme darme cuenta para poder cambiar.

Ahora tengo dos hijos adolescentes y, al ser primeriza en esta experiencia retadora de la vida, ando observando conductas, formas, hábitos, tendencias. Observo las cosas como son: están pasando por primera vez.

Observo las barreras para comunicarnos, las puertas de sus cuartos cerradas, su vida que pasa en una pantalla, los vínculos que nacen en la virtualidad.

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—¿Cómo acercarme a ellos? —le suplico a mi mamá.

—¡Ahhhhh, es que tú no te acuerdas de cómo eras!

No sé si el tono de su respuesta me indica que en el fondo, muy al fondo, mami, te gusta que haya justicia.

Intento, entonces, una vez más recordar cómo era yo y escribo esta columna. //

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