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pucusana
Oscar García

Desde su lancha de pesca, que este año ha convertido en bote de paseo, por la fuerte competencia, Miguel Rueda (47), un pescador pucusanero de segunda generación, se lamenta de lo que ha ocurrido con su bahía. Cuando era chico, recuerda que solía sacar cabrillas y bonitos por montones junto a su padre, en una época en que el mar estaba limpio y el lugar era el punto de veraneo de los de arriba y los de abajo; aristócratas y mesócratas en shorts que venían hasta aquí por la mansedumbre de su mar. Muchos hicieron sus casas en las mismas rocas. Eran épocas en que el pescador de Pucusana quería a su playa, piensa Rueda. “Todo cambió con los norteños”, relata, con la mirada abatida por la resignación. 

Por los “norteños” se refiere a las más de 500 embarcaciones medianas tipo bolichera –algunos dicen mil– que en el último año y medio empezaron a llegar a lo que era tradicionalmente un punto de pesca artesanal. Vienen desde Paita (Piura) y de Chimbote (Áncash) en pos de la pota, un molusco tipo calamar que antes no era aprovechado por los pescadores de Pucusana, porque hay que saber sacarla, sin que el contacto con esta irrite la piel. Si algo de especial tiene la pota es que es barata. Lo segundo es que apesta. El hedor se percibe ni bien se empieza a llegar al pueblo y se ven los primeros camiones frigoríficos que la guardan.

EL TEMOR QUE VIENE FLOTANDO
Las bolicheras norteñas son acusadas de arrojar desperdicios al mar, que luego se esparcen por las playas aledañas conocidas como Las Ninfas, Pucusana, Naplo y Poseidón. El 5 de enero, César Quesada, el administrador de la Asociación de Propietarios Isla Galápagos, ubicada justo al frente de Pucusana, halló tal cantidad de basura flotando en la zona conocida como el Torreón –desde pañales y bolsas hasta galoneras de plástico con residuos de aceite de bolichera– que grabó un video que se hizo viral. La misma asociación tiene su servicio de limpieza, pero lo que vieron ese día era como si hubiera pasado un camión volquete.

Un estudio hecho esta semana por el Instituto Daniel Alcides Carrión encontró un panorama de terror que yace en el agua de Pucusana. “Hemos hallado solo en la zona de bañistas más de 10 mil coliformes termotolerantes [bacterias de origen fecal] por 100 mililitros, cuando la norma indica que la presencia de más de 4 mil coliformes en ese parámetro ya deberá ser considerada como algo muy malo”, dice Jorge Samamé, el director del laboratorio de la institución. Otras zonas contaminadas son el área de las bolicheras (7 mil/100ml) y la zona de Naplo (3 mil/100ml). Estas presencias originan enfermedades como enterocolitis e infecciones intestinales y son una amenaza invisible para los bañistas que pueden confiar en la eventual claridad de su agua.

CRECIMIENTO SIN CONTROL
Los primeros habitantes de Pucusana llegaron desde Chilca a lomo de burro, atraídos por la generosidad del mar. Según ha escrito el historiador Juan Luis Orrego, las primeras familias que se asentaron en el lugar fueron chilcanos como los Jacobo, los Navarro y Carrillo, en los años 30. Luego llegarían las primeras casas veraniegas, levantadas en la Isla Galápagos, como las de Ernesto Devéscovi, Enrique Torres Belón “y un coronel apellidado O’Connor, que fueron los primeros vecinos de Lima que las construyeron”. 

Hoy los residentes de aquellos pioneros de Galápagos están hartos del nuevo panorama de Pucusana, que no se parece al que conocieron de niños o al que escuchaban de sus padres o abuelos. La madre del cordero, dice Vásquez, es el terminal de pesca, que está ubicado justo al lado de la playa, en donde se corta el fruto de lo recogido durante el día y los restos, entre huesos y sangre (la sanguaza), se arrojan al mar. No es raro ver lobos marinos en el agua, a la entrada del terminal, cual perros en un mercado esperando un hueso. 

Los socios de la Asociación de Propietarios y Residentes de los Balnearios Vecinos de Pucusana (ABAPUCU) creen que el terminal fue diseñado en su origen para la pesca artesanal y que no estaría capacitado para recibir cargas que lindan con lo industrial. “Si el Estado fiscalizara y viera que la actividad se ha triplicado, sin ningún control, entonces limitaría la presencia de las bolicheras foráneas y las demás se tendrían que buscar otros puertos. Nadie habla de cerrar el terminal. De eso se vive”, dice Quesada. 

En el palacio municipal, ubicado justo al lado de la plaza de Pucusana, el tres veces reelecto alcalde del distrito Pedro Florián tiene una lectura distinta de las cosas. Llega solo y sin asesores porque no tiene que temer, dice. Cuenta que las denuncias son un “escarnio” de vecinos pudientes con acceso a los medios, que tendrían intereses en cerrar el muelle pesquero, para favorecer a uno nuevo. “Si usted puede darse una vuelta hoy por la playa, verá que todas las denuncias son falsas”, dice, aunque reconoce que tras los reclamos se ha mejorado la recolección de desperdicios con ayuda de la Marina. Con respecto a las bolicheras norteñas, dice que la culpa es del gremio de pescadores: “Ellos tienen que decir: ‘señores, ustedes que cambian de aceite, tienen que ponerlo en una bolsa, no en el mar’”. 

Para Florián, cuya esposa se lanzará a la alcaldía de Pucusana este año, hay un componente de discriminación en las críticas que está recibiendo. “Es gente que lo huele mal al cholo peruano. Los viejos de Pucusana no permitieron que se apoderen de la bahía, como pasó en Ancón. Ellos quisieran que la gente pobre se vaya al cerro, pero no pudieron ni lo van a poder”. 

El empresario Franco Giuffra, quien escribió la semana pasada una columna titulada “Pucusana se está muriendo”, sobre los problemas de la zona, no podría estar más en desacuerdo. “Yo estaría feliz de ir todas las semanas a Pucusana a comprar mi pescado. Toda la vida he tenido una buena relación con el pueblo y los veraneantes de afuera. Lo que pasa es que Pucusana se ha vuelto un chiquero. No sé cómo el alcalde dice eso para tratar de justificar la suciedad de la playa y el agua, la inmundicia del malecón y el desorden de la gente”.

Con un ambiente enrarecido por la jugada de la “carta racial”, es difícil que haya un tipo de entendimiento entre las partes en conflicto que no esté envenenado de epítetos. Mientras, la antigua Pucusana, el balneario plácido de otras épocas, el paraíso de las clases medias, parece haber cambiado inexorablemente ante el proceso migratorio, como casi todo el Perú. Ello no debería ser, sin embargo, un laxo elogio a la informalidad, sino una invitación a recuperar el orden necesario e indispensable para la buena convivencia.

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