[Foto: Giovanni Tazza]
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Jaime Bedoya

El Perú lleva casi tres décadas focalizado en el devenir de la familia Fujimori. Esto incluye sus aspectos sicológicos, políticos y anecdóticos. Los resultados de esta obsesión son evidentes y variopintos. Entre ellos resalta el empantanamiento de la cuestión pública en torno a las disfunciones y cuestionamientos del mencionado clan. Sabemos de ellos desde temas electrodomésticos —reapareció doña Susana—, hasta las sutilezas en que incurren en nombre del fratricidio. Si tuvieran la cultura de su lado, podrían ser romanos.

La semana pasada, por citar un ejemplo menor pero interesante, el país pudo contemplar varios minutos al aire de diversos miembros de ellos ante la situación judicial de la señora Keiko Fujimori. Esta conmoción se originó porque la señora está siendo investigada por su presunta participación en un delito de lavado de dinero. O en una falta administrativa, según la gentil manera que tienen algunos de referirse a los propósitos de la División de Operaciones Estructuradas de Odebrecht.

Mientras los minutos pasaban circularmente, repitiéndose el mismo mensaje, comprensiblemente emocional pero argumentativamente vacío en torno a las acusaciones, era natural preguntarse por qué el país tenía que seguir pendiente de este universo Kardashian al revés. En él sus partidarios analogan la investigación de Lava Jato con la persecución nazi contra los judíos, y las herramientas democráticas se describen como andamiaje de un golpe de Estado castrista, chavista y maradoniano. Deben ser las justas celebraciones de la reciente legalización del uso recreativo de la marihuana en Canadá.

El desprolijo activismo judicial del juez Concepción Carhuancho, elevando el copy paste a barbaridad legal, chambonada celebrable en Facebook pero indefendible en corte, regaló la cereza de un postre amargo que tal parece el país debe comerse a la fuerza: la agenda de los Fujimori es la agenda del Perú. Así falazmente se extrapola la nación entre estereotipos enconados de fujimoristas y caviares como si no hubiera nada ni nadie en el medio, salvo acusaciones cruzadas de terruqueo e inmoralidad congénita.

El enfrentamiento debería ser entre los corruptos y los que deciden no serlo: ese es el verdadero dilema peruano. Si son fujimoristas, caviares u ornitorrincos, da lo mismo para el caso.

Mientras tanto, ya somos más que versados en el tractorcito fundacional, el bacalao, Montesinos, la renuncia por fax, la fuga, la condena, el indulto fallido, los odios y esta visión según la cual el Perú depende de ellos y no al revés. Ahora que la señora Keiko vuelve a casa con su familia, y con oportuno acceso directo a un triturador de documentos, ¿no caducó ya esa propuesta endogámica, autodestructiva y con resultados más preocupantes que virtuosos?

¿Las familias de Miguel Grau, de José Olaya, de Bolognesi, de Túpac Amaru, o de cualquier familia anónima de bien han ocupado y determinado la dinámica de la política e historia peruana reciente como los Fujimori? A dos años del bicentenario, deberían. Cuestión de empezar de una vez.

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