La vida Beatle, por Rodrigo Fresán
La vida Beatle, por Rodrigo Fresán
Rodrigo Fresán

Ahí están de nuevo, otra vez, de vuelta, sin haberse ido nunca, aquí y allí y en todas partes: una banda de cuatro chicos de Liverpool conocida como The Beatles. Diez años de sísmica vida pública (1960-1970) y una eternidad de réplicas y ondas expansivas hasta el infinito y más allá. Una década que equivale a varias vidas de transformaciones reinventando la música pop, influyendo a todos y a todo con el mandato implícito y apenas subliminal de cambiar todo el tiempo para no dejar de ser tú mismo. Una saga de resonancias míticas que, como con los cuentos de hadas, nunca nos cansamos de que nos la cuenten (y así leímos tantas biografías de ellos juntos o por separado, tantos análisis de sus obras; me permito recomendar aquí el indispensable "Revolution in the Head", de Ian MacDonald), como no nos cansamos de volver a ver "A Hard Day’s Night", de Richard Lester (el "Ciudadano Kane" del rock-cinema que inaugura la idea del rockumental falso metaficcional) y, ah, no me parece casual que uno de sus tantos proyectos no realizados haya sido una adaptación cinematográfica de "El señor de los anillos", de J. R. R. Tolkien con, tal vez, John como Aragorn, Paul como Frodo, Ringo como Sam, George como Legolas; y yo propongo a George Martin como Gandalf y a Brian Epstein como Gollum. 
    De acuerdo: puede discutirse que The Beatles —como alguna vez afirmó Lennon— sean más grandes que Jesucristo. Pero una cosa sí es segura: han resucitado —y resucitarán— muchas veces.
    
Y la actual excusa/coartada para volver a oír y a hablar de aquellos sobre los que nunca dejamos de escuchar o teorizar es la nueva encarnación de la antología 1 (ensamblada originalmente en noviembre del 2000, cuando alcanzó lo más alto de las listas de ventas de todo el universo), ahora remezclada y potenciada con temas extra y videos más o menos inéditos. Y, de acuerdo, 1 es un gran producto. Pero es imperfecto porque no incluye todas las otras canciones de The Beatles que no fueron número uno en los rankings. Y, entre ellas, se encuentran tracks como “A Day in the Life”, con ese crescendo orquestal y findemundista que siempre intentaré poner por escrito. Y la pregunta es “¿De verdad que hace falta volver a cantar todo junto y desde ‘Love Me Do’ hasta ‘The Long & Winding Road’?”. Y la respuesta es “No hagas preguntas idiotas”. La cuestión es si tendrá sentido volver a gastar nuestro dinero en lo mismo de siempre y a recibir otro mordisco en nuestras cuentas de parte de esa incorruptible y siempre sabrosa manzana verde. No sé ustedes pero para mí —y para tantos otros— sí. ¿Por qué? Fácil y al mismo tiempo complejo: nos hace sentir bien —“I Feel Fine”— comprar un/otro disco de The Beatles. Nos hace sentir de nuevo tan jóvenes y, a la vez, parte de una ya larga y antigua historia. 
    
Yo nací en 1963 por lo que el tránsito original —la radiación primaria— me golpeó y me acarició a lo largo de los años más (de)formativos de mi infancia. Su separación (ya lo dije alguna vez: a The Beatles, habiéndolo inventado todo, solo les quedó inventar el separarse dejándole a esos aprendices eternos, The Rolling Stones, el inercial e inocurrente descubrimiento de no poder separarse nunca) coincidió con la separación de mis padres, y la evolución de su sonido coincidió con mi propia evolución y con las ondas de mi pensamiento crítico. The Beatles son mi infancia y la de millones de personas que hoy se adentran o salen en/de su quinta década de vida. The Beatles —a diferencia de Bob Dylan o de Ray “The Kinks” Davies, los únicos a su altura en términos de luz y sombra— no se arrugan. The Beatles son siempre jóvenes. The Beatles se “acabaron” para no dejar de ser alrededor de 30 años luego de una década de actividad profesional. Y ahí siguen estando. Son como Peter Pan y nosotros como el retrato de Dorian Gray de The Beatles. Y, aun así, mientras nos vamos deshaciendo, seguimos disfrutándolos como chicos.
    
Recuerdo perfectamente a mi padre llegando a casa con el recién aparecido, el inicial y automáticamente favorito "Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band" (y sintiendo que esa portada inauguraba la manía referencial que se convertiría en incurable y placentera patología de todos mis libros por venir). Luego, el pasmo por el épico y sentimental mega-medley artificial de laboratorio que cierra "Abbey Road" (con el único y starriano pero mejor solo de batería de toda la historia). Después, la reconsideración de" Revolver" como el más trascendental. Hasta alcanzar la certeza de que "The Beatles/ The White" Album es lo más importante porque, como el también blanco y encandilador Moby Dick, de Melville, contiene toda la música que se hizo hasta la fecha, y toda la música —incluyendo cosas como el punk y el grunge y el indie low-fi— que vendría y sigue viniendo después, ahora mismo. Y enseguida, volver a “She Loves You”. Y sí, ellos nos aman y nosotros los amamos.
    
A veces me pregunto cómo será tener hoy 15 años, escucharlos por primera vez, sabiéndolos parte importante de la historia del milenio pasado y teniendo a disposición todo junto ahora. Y ya sabiendo —a diferencia de lo experimentado por mí entre mis siete y 17 años— que ya no existe la posibilidad de que se reuniesen por un rato (“¿Cuándo volverán a juntarse The Beatles”, le preguntaron a Lennon. “El día en que tú vuelvas a la escuela”, respondió el aún Beatle a pesar suyo con una sonrisa ácida). Haciendo práctica así esa teoría que afirma que el pop moderno se erige sobre los cimientos de la negación del tiempo y de un “Yesterday” que “Tomorrow Never Knows”. Con The Beatles no hay tiempo perdido. Hay solo tiempo recuperado.
    
A veces me pregunto, también, cómo habrá sido ser un Beatle. Y me acuerdo de la respuesta que dio Ringo —quien los va y nos va a enterrar a todos— o acaso fue George, al respecto: “¿Cómo es no ser un Beatle?”. Y ahí radica parte del misterio imposible de resolver y de ahí que sigamos cantando (y yo, aquí, volviendo a escribir sobre ellos) y de que ellos sigan cantando. “Come Together”, sí: nosotros nunca podremos saberlo y ellos nunca podrán saberlo y, en el centro de esa ignorancia, la apasionada sabiduría de su música.  
    
Siempre empezando y transcurriendo y terminando y volviendo a empezar; como en esa broma de Lennon, al final del eterno final de “Let It Be”, en la azotea de nuestra memoria inolvidable, luego de una canción que —nada es casual— se titula “Get Back”, despidiéndose con un “Me gustaría dar la gracias en el nombre del grupo y de nosotros mismos, y espero que hayamos pasado la audición de prueba”.

Sí, pasaron.
De nada.
Gracias a ustedes.

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