[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]



Terminó un período presidencial más y cambió el gobierno. Esto significaba un verdadero trastorno para toda la gente, pero muy en especial para quienes habían logrado organizar una “mafia” tan perfecta a fin de utilizar los resortes del Estado a su favor. Es verdad que ya todos estaban bien fondeados y podían nadar por su cuenta, pero, de todos modos, ellos tratarían de sobrevivir a la ruina de su organización financiera.

Rengifo estaba habituado a los cambios de gobierno y sabía lo que tenía que hacer, no en balde era chofer desde la época del finado don Augusto B. Leguía y luego de que leyó en los diarios la nómina del nuevo gabinete, se presentó en el domicilio del ministro cesante, con un ramo de flores, para despedirse de sus patrones, a quienes tan poco había servido y ofrecerles sus servicios en todo momento como un humilde criado.

Luego, pidió autorización para llevar el carro al nuevo ministro y ponerse a sus órdenes, lo que de inmediato autorizó el ministro cesante, agregando que él iría y volvería del Congreso en su carro particular.

Rengifo se presentó al nuevo ministro que era un viejo político pierolista, demócrata, católico y batallador. Para Rengifo no tenía ninguna dificultad adaptarse a los más variados caracteres y así como tuvo un jefe con el cual pasaba las noches enteras recorriendo burdeles, estaba resuelto a pasar, con este, los días enteros visitando iglesias. Rengifo era como el agua y se adaptaba perfectamente al recipiente que lo contenía.

Como no hay hombre grande para su ayuda de cámara, muy pronto el flamante ministro necesitó de su chofer, porque comenzó a decirle que no tenía faja ministerial para jurar, que no quería pedírsela a nadie y que tampoco disponía del dinero necesario para comprar una.

Comenzó una nueva era para Rengifo. Esta podía titularse la del ministro escrupuloso:

    —No se preocupe, doctor — le dijo el negro —, dentro de un cuarto de hora tiene usted la faja ministerial, aquí en su casa.

Tomó el carro, se fue a la librería Minerva, de la calle Puno, y compró un cuadernillo de papel oficio. Como el negro tenía buena letra, escribió con caracteres bien legibles y llenos de arabescos:

“Los suscritos, funcionarios del Ministerio de Gobierno y admiradores de la personalidad patriótica, política y democrática del nuevo Ministro del Ramo, Exmo. Señor doctor don Bautista Salamanca, se toman la libertad de ofrecerle la faja ministerial con la que jurará servir por entero a la República, de acuerdo con su tradicional y comprobada honradez y entereza”.

Rengifo firmó a la cabeza y en el centro de la hoja para que nadie pudiese robarle la primacía y entregó este papel a uno de sus compinches para que recogiese firmas, con la condición de no aceptar donativos superiores a diez soles cada uno, a fin de que pudiesen cotizar la mayor cantidad de personas en este pandero y para que el Ministro, por diez miserables solifacios, no se sintiese comprometido con nadie al aceptarla.

Mientras tanto, Rengifo se dirigió a la calle de Hoyos donde Mestre Grados tiene el primer taller de bordados de toda América y le sacó una faja ministerial de seda, con borlas de oro y estuche de terciopelo, que a toda velocidad llevó a casa de su nuevo patrón, quien, confundido con la felicidad de su nombramiento, no acertó a preguntar de quién era, cuánto costaba, ni cómo la había obtenido Rengifo.

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Soplón
Alfredo Moreno Mendiguren
Editorial: Argos
Páginas: 158
Precio: S/ 60,00

Rengifo pagó a Grados 3.680,00 soles del valor de la faja, tratada en cuatro mil soles y, sin más ni más, le dijo que el saldo era la cuota de la bordaduría y que, para compensarlo, iba a mandar a bordar una banderita peruana que hacía tiempo deseaba poner en la parte delantera del automóvil ministerial, como le habían dicho que usaban los ministros de Estado en España.

El ministro se emocionó cuando Rengifo le entregó el pliego con las firmas de quienes le habían obsequiado la faja ministerial y dijo tener muy en cuenta que la mayor parte de los firmantes eran funcionarios modestos del ministerio, para quienes él se proponía como un padre, y abrazó estrechamente a Rengifo, encargándole que este abrazo lo transmitiese efusivamente a todos los firmantes.

Rengifo casi revienta de contento cuando sintió que un ministro honrado, patriota, pobre, católico y pierolista lo abrazaba en público, delante de tanta gente, y a los pocos días de ocupar su cartera. No cabía la menor duda de que su buena estrella aún brillaba en el firmamento y pensaba para sus botones que con este ministró él podía seguir ganando plata, aunque tuviese que vender novenas y detentes al personal del ministerio.

Fueron días fatigantes, porque Rengifo tuvo que entrar en contacto con directores nuevos e írselos ganando uno por uno. Los que se marchaban no lo recomendaban porque no querían darles facilidades a sus sucesores y así Rengifo tenía que valerse de sus propios recursos de simpatía, adulación y galantería. Es verdad, también, que ahora estaba bien forrado de billetes y ya no temía nada, porque no solamente había comprado su casa propia, dos terrenos en Canto Grande, uno en Monterrico, un carrito para su mujer y había iniciado, con los frutos del burdel de La Victoria, una nueva rama de sus actividades y esta era la de prestar plata al diario.

Rengifo no prestaba plata a cualquiera, sino solamente a las personas a las que a él le convenía que le debiesen algún servicio, y cuanto más importante era la persona el interés era más bajo, pero, en cambio, el recibo que tenía que firmarle era sumamente peligroso y era el arma que Rengifo guardaba para cuando fuere necesario.

Un día de septiembre, el nuevo ministro, que era tan amable como parco en sus conversaciones, le dijo que tenía algo que le preocupaba y que quizás Rengifo, con la experiencia que tenía dentro del ministerio, podría ayudarlo.

—Nada sería más honroso para mí, señor ministro, que poder serle útil en algo de confianza.
— Pues sí, hijo — repuso el doctor Salamanca— a pesar de tener tantos funcionarios a mis órdenes, quiero confiarte un encargo delicado y de gran trascendencia política.
—Usted manda, señor ministro.
—Se trata de que tengo en mi despacho una caja de fierro en la que están guardados documentos confidenciales muy importantes, de cuando el gobierno estaba en manos de las dictaduras que nos perseguían a los demócratas y ahí hay fichas de inscripción en partidos políticos, muchas de ellas arrancadas por la fuerza, claro está, fotografías comprometedoras, declaraciones firmadas, obtenidas torturando a los desgraciados que apresaban, etc., y yo quiero hacer desaparecer todo esto, quiero que no quede ni huellas de todo eso, pero tengo que valerme de una persona que me inspire confianza y he pensado en ti.
—Señor ministro, usted puede contar conmigo incondicionalmente.

Hacía muchas noches que el negro Rengifo no acudía al cafecito y con el cambio de gobierno, nuevos ministros, nuevos directores, en fin, había mucho paño que cortar. Esta noche estuvo allí en prolongado palique con gentes amigas y desconocidos que se unían al grupo o disimuladamente oían la conversación para ver si pescaban alguna “bola”. Alguien preguntó a Rengifo si su situación peligraba y él, con un ademán rotundo y terminante dijo que su situación era ahora, y sería siempre, más sólida que los propios cimientos de este ministerio. Con el nuevo ministro —concluyó— he hecho una auténtica amistad y creo que vamos a llevarnos muy bien.

Otro, más osado, le soltó que este ministro era incorruptible y que con este nadie podría hacer cera y pabilo. Rengifo estuvo a punto de perder su calma, pero, conteniéndose, afirmó que en sus muchísimos años de chofer de ministros de Gobierno que tenía, nunca había encontrado uno solo de sus patrones que no le mereciese el mayor respeto y toda su consideración y que jamás había encontrado a uno que fuera inferior a otro.

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vida & obra
Alfredo Moreno (Buenos Aires, 1925 - Lisboa, 1972)

Alfredo Moreno Mendiguren nació en Argentina, pero creció y se educó en el Perú.

Estudió Derecho en San Marcos y, tras ejercer unos años como abogado, se incorporó al servicio diplomático del Perú. Tuvo una breve participación política, de la cual deriva el desencanto que plasma en novelas como Soplón ( 1963 ), la cual se mantuvo en el primer lugar de ventas por varios meses en su primer edición.

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