Lima, 1975. Gregorio Martínez poco después de publicar su primer libro de cuentos, Tierra de caléndula.
[Foto: Archivo Hildebrando Pérez Grande]
Lima, 1975. Gregorio Martínez poco después de publicar su primer libro de cuentos, Tierra de caléndula. [Foto: Archivo Hildebrando Pérez Grande]


Por Alfredo Villar


Gregorio Martínez era un hombre al que no le gustaban los homenajes. Muchas veces se los ofrecieron y muchas veces los negó cordialmente. A Goyo, como persona de extracción popular y campechana —pero a la vez sumamente educada y sofisticada—, le disgustaban las jerarquías y las solemnidades que implicaban ser celebrado. Su amor por la gente era horizontal, sin reverencias, pleno de empatía y humor, y esto lo demostraba no solo en su vida cotidiana sino sobre todo en su obra literaria, quizá la más experimental y radical en su misión de revalorar y recuperar la poesía viva de las hablas populares peruanas, especialmente las de origen afromestizo.

Gregorio Martínez Navarro nació en 1942, en el poblado de Batanes, anexo de Coyungo (provincia de Nasca, Ica), la tierra donde viviría toda su infancia y cuyas experiencias y personajes lo marcarían profundamente, y se convertirían en la principal fuente de su inspiración. Acerca de su zona de origen, Germán Coronado, director de Peisa y editor de sus últimos libros, dice que “es un reducto cultural que durante décadas ha quedado aislado del Perú de pretensiones cosmopolitas, y en el que sus pobladores han construido una particular visión del mundo. La sabiduría ancestral, transmitida por vía oral, les ha permitido interpretar de manera gozosa, cuando no severa, los hechos de la vida cotidiana y lo trascendente, y han formulado una cosmovisión que conmueve por su sencillez y hondura”.

Paisaje desértico de Coyungo, Distrito de Changuillo, Nazca. [Foto: Dante Piaggio / Archivo]
Paisaje desértico de Coyungo, Distrito de Changuillo, Nazca. [Foto: Dante Piaggio / Archivo]

Coyungo, además, era una zona de encuentro entre andinos y afrodescendientes, ya que fue una hacienda algodonera que durante años atrajo a campesinos de distintos lugares y culturas; entre ellos los padres del futuro escritor, “un indio de Lucanas [Ayacucho]”, quechuahablante que aprendió a leer en castellano de manera autodidacta; y una mulata (con ascendencia china incluida) de la zona de Acarí, Arequipa.

Martínez con su amigo Josué Lancho en Nasca. 
[Foto: Archivo Josué Lancho]
Martínez con su amigo Josué Lancho en Nasca. [Foto: Archivo Josué Lancho]

Con 11 hermanos, la sobrevivencia fue dura para la familia. El mismo Gregorio trabajó desde niño en distintas haciendas algodoneras como asalariado. Ahí compartió aguardiente y coca con los indios, conoció el sexo sin pudor de los humildes y las melodías del violín andino haciendo zapatear a los mulatos. Pero el pequeño Goyo era un soñador que le daba la vuelta al trabajo en la hacienda haciéndose despedir una y otra vez, porque sobre todo el niño, que amaba los relatos orales de sus familiares y compañeros, tenía la inquietud de la lectura y del estudio, por lo cual fue el único hermano que logró tener educación escolar completa.

Plaza de Coyungo, Distrito de Changuillo. [Foto: Dante Piaggio / Archivo]
Plaza de Coyungo, Distrito de Changuillo. [Foto: Dante Piaggio / Archivo]

Esa misma inquietud lo traería a Lima, donde entró primero a estudiar Educación en La Cantuta, y luego Literatura en San Marcos. Fue en esta universidad que ganaría sus primeros concursos y conformaría su primera pandilla literaria, junto a los poetas Cesáreo Martínez, Hildebrando Pérez Grande y Juan Ojeda. Con ellos frecuentaría bares como el celebérrimo Palermo, epicentro alcohólico de la intelectualidad de aquellos años. Ahí conocería a escritores de otras generaciones como Martín Adán, con quien se pegaría una mítica borrachera de tres días, encuentro a partir del cual Martínez escribiría una alucinante crónica llamada “Travesía de extrabares”.

Al Palermo también asistían los escritores del futuro grupo Narración: Oswaldo Reynoso, Antonio Gálvez Ronceros, Augusto Higa, Miguel Gutiérrez; con ellos las discusiones serían más intensas, abordaron tanto lo político como lo estético, ya que se trataba no solo de la búsqueda de un estilo literario sino de una política de la escritura, que buscaba recuperar la oralidad de las masas, unir el ruido de la calle con el de la alta poesía. Como el mismo Martínez declaró: “Debido a la influencia del grupo Narración, para mí es importante que el autor se convierta en un vocero, en el que trasmite un imaginario, y para conseguirlo debe nutrirse mucho en los recursos de la expresión popular”. Algo similar a lo que por esos mismos años propondrían Deleuze y Guattari: “La máquina literaria revela a una futura máquina revolucionaria, no por razones ideológicas, sino porque solo ella está determinada para llenar las condiciones de una enunciación colectiva... La literatura es cosa del pueblo”.

Gregorio Martínez, Hildebrando Pérez Grande y Cesáreo Martínez en el local de la ANEA, 1979.
[Foto: Archivo de Hildebrando Pérez Grande]
Gregorio Martínez, Hildebrando Pérez Grande y Cesáreo Martínez en el local de la ANEA, 1979. [Foto: Archivo de Hildebrando Pérez Grande]

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El programa de la “máquina literaria” del grupo Narración se cumpliría desde el primer libro de Martínez, Tierra de caléndula. Prologado por Miguel Gutiérrez, este conjunto de relatos significó una bocanada de aire fresco en la narrativa peruana, en primer lugar por la diversidad de los matices orales de los personajes, que podían ser tanto campesinos como urbanos, niños como ancianos. Se publicó en 1975, el mismo año de la aparición de otro libro del grupo esencial para la narrativa peruana, Monólogo desde las tinieblas. Gálvez Ronceros procedía de Chincha y rescató la oralidad afroperuana de una manera inédita y totalmente innovadora.

La obra maestra de Martínez apareció en 1977, Canto de sirena, ganadora el año anterior del premio de novela José María Arguedas, y sin duda una épica del habla y la cultura de la afroperuanidad. Esta vez el artista trabajó rescatando la voz y convirtiendo en personaje principal a un primo suyo, Candelario Navarro. La narración en primera persona de este es un festín de peruanismos, arcaísmos, neologismos y giros populares. Canto de sirena, como bien nos dice el crítico Marcel Velázquez, “desplaza los límites formales de la novela y ratifica la potencia estética de lo carnavalesco. Él es un migrante cultural que formalizó la riqueza de la experiencia afrocosteña y sus encrucijadas materiales, corporales y existenciales. Toda la novela está escrita con una música verbal de alta sensualidad y originalísima sonoridad”.

Portada de la primera edición de "Canto de Sirena" (1979), editado por Mosca Azul .
Portada de la primera edición de "Canto de Sirena" (1979), editado por Mosca Azul .

Este agudo sentido de lo musical se manifiesta desde el epígrafe, que anuncia que “Esto no es una historia, es un canto”. Un texto en el que predomina la sensualidad de los significantes, pleno de ese placer del texto que ensalzaba Roland Barthes, una escritura llena de barroco y desmesura que su amigo Hildebrando Pérez define así: “La forma de escribir de Goyo es la punta del iceberg de lo que Lezama Lima llamaba ‘la escritura americana’. Su prosa es fresca, sensual: erotizando las palabras, los giros verbales, Goyo va narrando, despertando en sus lectores placeres insospechados, una lujuria verbal desatada hasta el delirio, lo que podría llamarse un neobarroco nacido en la calle, en la esquina del barrio”.

Pero también recordemos que estamos ante una escritura comprometida con una etnografía política/literaria que rescata con humor y desenfado toda una cultura marginada y silenciada; como bien nos comenta el crítico Julio Ortega: “Martínez fue un escritor gozoso y crítico. Sus personajes no eran meramente típicos, sino orales y veraces. Evitó el énfasis local, no quiso ser un folclorista. Le importaba algo más fundamental: recuperar la humanidad de negros y mulatos como parte intrínseca de la formación popular peruana. Con ironía, demostró que la decorativa función que la cultura criolla le había atribuido a la población mestiza de origen africano no solo era falsa sino una pérdida: sus personajes tienen una capacidad de vida y una sabiduría en la sobrevivencia que no tienen los demás grupos étnicos”.

Según el narrador Cronwell Jara, quien fue alumno de Martínez en San Marcos, “su obra más importante fue Canto de sirena: ahí trata al negro de estos tiempos y procura ver su picardía, su astucia, su salero, su chispa. Este libro implicó todo un trabajo de investigación y ahí aplicó todos sus conocimientos de lingüística para normalizar un lenguaje —el habla popular de la población negra del sur— y lograr un propósito artístico. Yo creo que ese fue su mayor logro porque sin ese esfuerzo suyo, sin ese trabajo, nunca hubiéramos conocido esa picardía de Candelario Navarro y no lo tendríamos como personaje literario”.

Candelario Navarro, primo de Gregorio Martínez e inspiración para la creación del protagonista de "Canto de sirena".
[Foto: Archivo Josué Lancho]
Candelario Navarro, primo de Gregorio Martínez e inspiración para la creación del protagonista de "Canto de sirena". [Foto: Archivo Josué Lancho]

Pero no todo fueron elogios: Canto de sirena causó confusión y desazón en algunos críticos como José Miguel Oviedo, para quien la novela carecía de estructura, y era un “círculo vicioso” que no llevaba a ningún lado; aunque en realidad esta circularidad era adrede, ya que lo que trataba el autor era de recrear la sintaxis de las narraciones orales que no necesariamente avanzan hacia una conclusión sino que persisten en volver a narrar lo sucedido, aunque de maneras distintas. Todo esto lo ha demostrado muy bien Milagros Carazas, quien ha estudiado con detenimiento la obra del autor enfatizando su “gran aporte en la cuestión lingüística” y también “el tema del erotismo, que se aprecia justamente en ese manejo del lenguaje y que incluye todo un léxico en relación al tema. Describe también escenas divertidas, jocosas, alrededor de lo sensual, pero visto desde abajo, desde la cultura popular, y entonces cobra otros matices, porque surge también la ironía”.

El mismo Martínez declaró que lo que pretendía con esta novela era “una orgía lingüística y un atentado contra el orden establecido y las buenas costumbres”, una provocación al canon literario y a la norma culta mediante “un rechazo a la solemnidad acartonada de las palabras cultas para sacar a la luz parte del vasto vocabulario del lenguaje popular y desterrar el falso mito de la pobreza verbal de las clases populares”.

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Gregorio Martínez y el poeta chileno Enrique Lihn, en el campus de una universidad norteamericana.
[Foto: Archivo Hildebrando Pérez Grande]
Gregorio Martínez y el poeta chileno Enrique Lihn, en el campus de una universidad norteamericana. [Foto: Archivo Hildebrando Pérez Grande]

En los años siguientes, Gregorio Martínez continuó su labor docente en San Marcos —donde sería uno de los animadores del taller de testimonio, el cual años después produciría ese clásico olvidado: Habla la ciudad— compartiéndola con la periodística en distintos diarios y revistas del medio, donde ejerció su magisterio sobre las nuevas generaciones de escritores y cronistas. Posteriormente pasaría dos años en la universidad de Grenoble, en Francia, y de ahí comenzaría una carrera académica como profesor invitado en Estados Unidos. Fue durante este exilio voluntario que Martínez terminó su tercer libro, que publicó en 1985: La gloria del piturrín y otros embrujos de amor, mezcla de relatos y crónicas un poco desconcertante para los que esperaban un nuevo gran personaje en la línea de Candelario Navarro. Este nuevo libro se quedaba a medio camino entre lo literario y lo periodístico, lo que hacía temer un temprano agotamiento del narrador.

Grenoble, 1982. Gregorio Martínez con el peruanista francés Roland Forgues y su hermano Paul. 
[Foto: Archivo Hildebrando Pérez Grande]
Grenoble, 1982. Gregorio Martínez con el peruanista francés Roland Forgues y su hermano Paul. [Foto: Archivo Hildebrando Pérez Grande]

Ello empujó a Martínez a emprender su proyecto literario más ambicioso: Crónica de músicos y diablos, publicado en 1991. El libro narra la historia de la familia Guzmán, desde la Colonia hasta la República, mostrándonos sus mestizajes y conflictos a través de distintas eras. Paralelamente, desarrolla la historia de los cimarrones de Huachipa y sus enfrentamientos con el gobierno. La novela causó una nueva división entre la crítica, ya que no había monólogos ni voces populares, sino un solo narrador erudito que mestizaba todo desde lo literario. Un libro lleno de exquisitos juegos de barroquismo verbal pero que para algunos, como Peter Elmore, simplemente eran “farragosos”. Sin duda estamos ante la novela más difícil y menos entendida de Gregorio Martínez, pero también ante la más compleja y acabada.

Gregorio Martínez, José Miguel Oviedo, Pablo Guevara y un funcionario d e la embajada del Perú en Washington D.C., 1997. [Foto: Archivo de Hildebrando Pérez Grande]
Gregorio Martínez, José Miguel Oviedo, Pablo Guevara y un funcionario d e la embajada del Perú en Washington D.C., 1997. [Foto: Archivo de Hildebrando Pérez Grande]

Pasarán diez años para que veamos un nuevo texto narrativo. El 2011 se publicó Biblia del guarango, un ambicioso relato genealógico de sus ancestros indios y negros de Coyungo, y otro juego espectacular con el lenguaje de fricciones neobarrocas y populares a la vez. Sensualismo de los sentidos que se acentuará en Cuatro cuentos eróticos de Acarí, publicado el 2004, en el que nuevamente las voces populares emergen para llevarnos a una celebración burlona, mundana y gozosa de lo carnal.

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La obra periodística y ensayística de Martínez merece mayor atención, como bien afirma Paolo de Lima: “Ironía, mordacidad, humor, sexualidad, despojamiento del pudor, reivindicación de la perspectiva popular desde el abordaje punzante de la palabra, análisis de la situación social, decolonialidad y ecocrítica, todos aspectos propios de su obra ficcional, se conjugan magníficamente en libros en los que el género del ensayo es enriquecido desde su particular visión y escritura”. Este corpus está compuesto por textos híbridos y desconcertantes como Libro de los espejos. Siete ensayos al filo del catre (2004), Diccionario abracadabra. Ensayos de abecechedario (2009), hasta llegar a Mero listado de palabras (2015), último libro publicado por el autor y con prólogo de quien fuera su pupilo, tanto en la escuela primaria como en las redacciones periodísticas, el desbordado y sensualista Eloy Jáuregui.

Portada del libro "Mero listado de palabras" (2015), editado por Imago.
Portada del libro "Mero listado de palabras" (2015), editado por Imago.

Pero, como nos avisa Hildebrando Pérez Grande, “Goyo” Martínez ha dejado un magnífico testamento literario de 500 páginas, una novela con el título tentativo de Pájaro pinto y que promete ser una obra inmensa. Escrita en su refugio de Arlington, a orillas del río Potomac y frente a los destellos fatuos de la capital del imperio, esperamos que esas palabras sean el anuncio de un mundo que no necesita fronteras ni muros cuando hay placer y verdadero goce en la piel del lenguaje.

“Es muy triste la partida de un gran amigo, que además ha sido compañero de ruta en el cultivo de la misma actividad artística. Solo queda el consuelo de sentirlo vivo en cada página de sus obras literarias”, dice un conmovido Antonio Gálvez Ronceros, el otro gran narrador de la oralidad negra. Adiós a Gregorio Martínez. Dicen que sus cenizas vendrán al Perú, y que se echarán a volar entre la costa y los Andes que lo vieron nacer y crecer. Las sirenas de Nasca, Acarí y Coyungo se despedirán también cantando ritmos afroperuanos en un cielo cimarrón, indio, cholo, mestizo, peruano; ahí donde la vida es por fin una fiesta entre iguales y donde todas las lenguas y las sangres se reúnen.

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