Tal vez se trate de una falsa alarma. Pero en todo caso sería una falsa alarma esperanzadora. La novedad es la siguiente: hay personas que están recordando que se puede vivir mejor.
El origen del fenómeno se atribuye indistintamente a dos lugares: a los consultorios dentales y a los consulados. La atribución varía según domine el talante viajero o la lucha contra las caries en cada quién.
Lo que tienen en común estos lugares es que en ambos sitios el uso del teléfono celular queda temporalmente suspendido. Salvo contadísimas excepciones puede afirmarse que se sobrevive con éxito a una separación obligada de lo electrónico.
Mientras ocurre esa distancia, y una vez superado el trauma del objeto ausente, el instinto de supervivencia nos hace recurrir a antiguos recursos humanos para administrar la convivencia social.
Citemos algunos rumbo al olvido: la imaginación, el uso de la palabra, e inclusive la buena costumbre —hoy intimidatoria— de mirar a los ojos sin desearle mal a nadie, sea guaripolera o fujiaprista.
Me sucedió la semana pasada. Fortuitamente me tocó estar en ambos lugares con pocos días de diferencia. Pude constatar de primera mano algunos hechos singulares. Todos ajenos al sentido adverso del mundo que impera apenas uno se conecta a la red.
En el consulado, por ejemplo, me llamó la atención no encontrar a ningún experto instantáneo en incubadoras o neonatología. Nadie se jactaba de conocimientos dudosos al respecto, ni había quien proclamase indignadas condenas de muertes prematuras que deben haber sucedido mientras el encrespado ocasional estaba abstraído en plena maratón de Netflix.
La gente hablaba de lo que realmente sabía. Se dio el caso de un señor mayor a quien le afloró una poderosa nostalgia por hacer cosas con sus propias manos —convertir una botella en lámpara, aceitar bisagras— como hacía antes. Anunció que saliendo de ahí procedería a comprarse un alicate, siempre útil recordatorio de nuestras truncas posibilidades manuales.
En la silla del dentista, a pesar de estar con la boca ocupada con utensilios médicos, entablé una conversación fluida con la odontóloga. Dadas las circunstancias replicaba en un lenguaje próximo al vómito, pero nos entendíamos. La fascinación estaba en concentrarme en su mirada, profesional y focalizada, intrigado por la poderosa empatía iridiscente de una mirada ajena.
En ambos desapareció también la posibilidad de comunicarle al mundo exterior qué estábamos haciendo en ese momento. Esperando su turno para justificar el pedido de visa, una señora daba cuenta con pausado placer de un paquete de galletas. Una expectativa adquirida anticipaba el momento de dudoso gusto en que se tomaría un selfie en pleno acto masticatorio, cosa que no sucedió.
Más bien, al ser objeto de una mirada, ella amablemente ofreció una galleta como ofrenda amistosa. Pero el bolo alimenticio que asomaba entre sus dientes convocaba a la grima, palabra técnica que evita lo que de inexacto tiene el asco. Decliné, pero el gesto fue hermoso.
Cuando quedamos ajenos a la presión social que la intromisión digital ejerce, parecemos recordar quiénes somos. O quiénes éramos. Retornamos a un momento no digamos feliz —ese pleonasmo—, sino silvestremente alegre, menos dependiente de la ofensa, el prejuicio y la ostentación como medidas de superioridad ante terceros.
Debe tener que ver con quedar sin la falsa protección de una pantalla. Ahí es cuando entramos en mejores términos con nuestra propia ignorancia y el miedo a la soledad.
O será simplemente que el aburrimiento nos hace personas más interesantes.