Tercamente, durante toda la conversa aderezada de palabrotas, sus manos sostienen el pucho. Javier Wong acaba de cumplir 70 años el mes pasado y el cambio de década lo coge con un ritmo de trabajo más sosegado. Quizá, dice, podría dejar lenguados y cebollas este año. Los cigarros, todavía no. Ahora solo atiende de martes a sábado en ese rincón de apariencia humilde de una callecita de La Victoria, donde su magia opera. Tiene reservas de extranjeros hasta fin de año, pero para los locales siempre hay mesa si se avisa con un par de días de anticipación. El renombre de su arte culinario ha cruzado todas las fronteras hasta alcanzar un reconocimiento insospechado: el 9 de enero del 2015 fue declarado el Día del Chef Javier Wong en la ciudad de Stamford, Connecticut, en Estados Unidos. En el acta de nombramiento se distinguía a Wong como "un poeta enamorado de la vida y su pasión: la cocina".
— Siempre has dicho que mientras menos ingredientes, mejor el cebiche. ¿Cómo se fue dando este desprendimiento en tu cocina?
Yo ayudaba a mi tío hasta que enfermó y tuve que entrar a copiar lo que hacía, de memoria. Y de pronto, entonces, comencé a hacer mi propia cocina, con aciertos y desaciertos, desarrollé algo propio, y me convencí de que en lo simple está lo mejor, y por eso le puse al cebiche “la perfección de lo simple”. Primero le quité el perejil, luego el ajo, el Ajinomoto, el azúcar. En las noches tenía mi conejillo de indias, que era mi mamá, y lo probaba todo.
— ¿Qué es para ti ser un cocinero de culto?
Yo no tengo lista de menú, y soy bastante repentista en mi cocina. Para la última mesa que se ha ido, de cuatro personas, les he cocinado siete veces, y a las finales me pidieron un crudo más, así que les hice un tiradito con piña y aceite de oliva que les encantó. Es como la poesía: utilizas las mismas letras y haces otro poema.
— ¿Por qué cocinar en vitrina como tú, de cara al público?
Me acostumbré así, en mi metro cuadrado, porque en el otro restaurante no había sitio, y me quedé con eso.
— Tu restaurante en realidad se llamaba Sankuay.
El Chez Wong yo no lo puse. Sankuay significa ‘serrano’ en chino. Ese es mío. El dueño de este local, que era mi amigo, decía de mi hermano que él era un chino fino, y yo un sankuay. Entonces, en honor a él le puse así. El Chez Wong salió porque Rodolfito Hinostroza acababa de llegar de Francia el día de la inauguración y comenzó a decirle así. Yo ni sabía qué significaba, pensé que decía “chef Wong”.
— ¿Cómo te agarran los 70 años?
Con cinco operaciones. Ahora tengo que trabajar menos porque el doctor ha dicho que evite el cansancio. Me operaron del corazón y me pusieron un desfibrilador, o sea, ahora funciono a pilas, y felizmente que las pilas son norteamericanas porque si fuesen chinas, andaría más preocupado de que se pare. Me puse mal, fui al seguro un domingo y me dijeron “quedas”. Yo pensé que estaba mal de los bronquios y no, era el corazón que trabajaba tan lento que me mandaba agua a los pulmones. No tuve miedo, pero cuando me llevaron al quirófano, me despedí de todos.
— ¿Te sientes cansado?
Sí, y cuando falla el corazón, esto te mete una descarga eléctrica. Una sola vez lo he sentido, yo estaba trabajando, todo se te queda en blanco y negro, solamente ves grises y la figura pasmada, como que pierdes el conocimiento por el shock eléctrico. Me llevaron a Incor, me quedé un día y de nuevo afuera. Te estás agitando mucho, me dijeron.
— ¿Hasta cuándo vas a seguir?
No sé, madre. Lo dije el año pasado y ahora digo que este año cuelgo los guantes, para dedicarme a viajar con mi esposa.
—¿Te imaginas fuera de la cocina?
Sé que me voy a aburrir, porque mi vida es así. Pero, mira, es igual que el cigarro. Lo apagas y dices no fumo más. Es la única forma. Porque eso de a poquitos, que menos, que caramelo, eso es mentira.
— Pero tú no lo apagas.
No, soy nicotinómano, fumo desde los 15 años, pero cuando me hicieron la radiografía antes de la operación, el doctor dijo que no había rasgos de nicotina, limpio completamente. Debe ser genético… o el limón quizá.
— Del limón, precisamente, has dicho que hay que apretarlo sin ahorcarlo. ¿Como en el amor, dirías?
No hay que sacar todo el zumo, como en el amor, sí. Con mi esposa tengo 39 años de casado.
— Esa receta quizá sea la más interesante.
Mira, el matrimonio es una romana, no una balanza, sino una romana, tienes que ceder, si yo no tengo la razón, hay que ser honesto y decir que no tengo la razón, o muchas veces si ella no tiene razón, yo se la doy. Hay que mantener la romana balanceada, porque el matrimonio es una guerra constante de todos los días. ¿Y sabes qué? Envejecer con tu esposa es lo más maravilloso que hay.
— ¿Quién cocinaba en casa cuando eras niño?
Mi mamá. Yo recuerdo mucho hasta el día de hoy un pepinillo saltado y una balsamina que no me sale igual por más que quiero hacerla. De mi papá solo me acuerdo algunos pasajes, su rostro, un pantalón plomo con tirantes y una camisa blanca, pequeñas chispas.
— Dicen que no duele la ausencia de lo que no se conoció.
No, hay un momento de tu vida en que te das cuenta de que te hace falta un papá, y más cuando la veía a mi mamá, las vicisitudes, que no tenía ni en quién apoyarse, pero mi papá me dejó una obligación moral para con este país, y creo que aunque es una letra que es impagable, siempre hago lo que puedo y lo que no puedo para dejar bien al Perú, en honor a mi padre, a esta tierra que le dio todo, su estatus, su esposa, sus hijos. Hay que ser agradecido con la tierra.
— ¿Qué sientes que fue lo que más te faltó con relación al padre?
Todo. Es un todo. Felizmente que tuve un hermano mayor, al que jamás le hablé de tú, sino de usted.
— Has sido palomilla.
Recontra. Pero luego se aquietan las aguas, y cuando me casé, ya no era, pues, una forma de que tu esposa viva esas libertades y esos desmanes. Había que respetarla.
— Luego del chifa-hotel, tus padres pasaron a tener el bazar Pase Adelante.
En Mantas y Plumereros, en el Centro de Lima. De eso me acuerdo chispazos también, era lencería, corbatas, y mi papá apoyó ahí mucho a los judíos que vinieron de Europa con la Segunda Guerra. Los alojó, les dio tela para que hagan corbatas, y otros eran especialistas en hacer unos muñequitos que los apretabas y decían “Yo soy marinero por ti”.
—¿Quién te enseñó a usar el cuchillo?
Yo solo, madre. En el restaurante yo ponía delante de mí una lata de propaganda de Coca-Cola para que no vieran lo torpe que era con el cuchillo, y en la noche mi mamá me curaba los cortes con esta piedra astringente que usan en la barbería, alumbre, lo rallaba y me lo ponía en la herida y shh, shhh, shhh, así sonaba.
— ¿Por qué te botaron del Leoncio Prado?
Porque yo no iba a permitir que un tipo me desarregle todo mi ropero para pedirme que lo ordene de nuevo, y además me quite el bizcocho que me había mandado mi madre, no, me metió un puñete en el pecho, de cuarto año era, y yo lo dejé irreconocible, le saqué la recontramugre, y a los dos días me botaron.
— ¿Quizá lo mejor que te pudo pasar?
Yo creo que sí, porque hubiese crecido diferente, un machista. Papá lindo sabe lo que hace.
— Si bien dices que estás agradecido al Perú, ¿qué es lo que más te jode de este país?
Toda esta podredumbre que hay, madrecita, en que nada se diferencia de un 'montesinado' con lo que sucede hasta estos precisos momentos. González Prada tiene toda la razón del mundo: donde pones el dedo, sale la pus. Es una corrupción generalizada que va desde los estratos más bajos hasta los más altos. Pasarán cuatro generaciones para cambiar.