Entre las décadas de 1980 y 1990 se produjo una revolución tecnológica en la redacción de El Comercio, con la llegada de las voluminosas computadoras Harris. Eran unos armatostes celestes parecidos a los antiguos televisores con los cuales se modernizó la diagramación y el diseño del periódico. En las oficinas de El Dominical una de estas máquinas ocupaba una esquina especial y sobre esta había grabado un letrero que decía: “Hada cibernética”. El nombre que el filósofo Francisco Miró Quesada Cantuarias, director del suplemento, puso a tal portento tecnológico evocaba también a uno de los poemarios más célebres de Carlos Germán Belli, quien por aquellos años formaba parte de la plantilla habitual de colaboradores de este Diario.
De pocas palabras y carácter más bien reservado, Carlos Germán mantenía una relación de larga data con El Comercio. Sus primeros artículos provenían de la década de 1950, cuando publicó algunas reseñas de libros en este suplemento, como la publicada el 12 de febrero de 1956 sobre Trafalgar Square, el último poemario de César Moro. Ahí hace un breve recuento de la influencia francesa en la poesía y pintura de la época, y dice con acierto que Moro entrega en este libro “un himno en torno a la metamorfosis suprema de lo cotidiano (…) a través de la red coloquial de prosaísmos, de la telaraña de los días con sus recodos y situaciones”.
A mediados de los años 70, las colaboraciones de Belli llegaron a ser habituales en la página editorial de El Comercio, donde escribió artículos, generalmente, dedicados a la poesía y las artes plásticas. Realizó, por ejemplo, perfiles póstumos de Saint-John Perse (17 de octubre de 1975) y del artista alemán Max Ernst (4 de agosto de 1976). En otro texto, destacó el indigenismo mágico de Arguedas, cuya obra y vida ponían en “evidencia la entraña y las tensiones geográficas, étnicas y sociales (…) del país que le tocó vivir” (3 de diciembre de 1976). En otra columna, afirmó que si César Vallejo resucitara entre nosotros se llevaría mayúscula sorpresa por el reconocimiento que tiene, pues en vida solo quiso ser “un simple artista, que se afanó como todo poeta de verdad en subvertir su idioma, en alcanzar una escritura propia y propiamente nueva” (15 de abril de 1977), y en otra difundió la obra del poeta camerunés René Philombe (9 de enero de 1978). Sobre el simbolismo de Eguren, uno de sus poetas más admirados, escribió: “Intuitivo, lírico, metafísico, como todo simbolista, (Eguren) cruza el mundo visible, penetra en la zona que existe al otro lado, y revela los misterios que allí se ocultan. La escritura surge entonces enigmática, donde nada se nombra directamente, sino que todo se sugiere oblicuamente, bajo el poder de la palabra de ecos mágicos” (5 de enero de 1979).
La opinión certera
A inicios de los años 80, tras la vuelta a la democracia y la devolución de los periódicos a sus legítimos dueños, El Dominical tomó nuevos aires y Carlos Germán Belli pasó a formar parte de su redacción. El politólogo y exdirector de El Comercio Francisco Miró Quesada Rada, quien también formó parte de aquella plana periodística, recuerda: “Seguramente, mi tío Aurelio (Miró Quesada Sosa) conversó con mi padre (Francisco Miró Quesada C.) y le propuso que Carlos Germán pasara a formar parte del suplemento y él quedó encantado… Yo creo que existen tres tipos de periodistas: el informante, el cronista y el de opinión, y Carlos Germán era, fundamentalmente, un periodista de opinión sobre temas culturales y artísticos”.
“Nos hicimos muy buenos amigos —continúa Miró Quesada—, aunque me di cuenta de que era un poco tímido, y solía escribir muy tranquilo en su lugar. Era un poeta y un escritor silencioso. No le gustaba estar metido en el bullicio, ni en la dinámica que hay, pues, en las redacciones periodísticas… En las reuniones era parco, pero muy preciso en sus opiniones”.
En aquel tiempo, debido a su mayor reconocimiento como poeta, Belli solía realizar continuos viajes al extranjero, que se convertían luego en artículos miscelánicos en los que hablaba de ciudades, museos y lugares emblemáticos de la cultura occidental. En 1986 se realizó en Florencia el IX Congreso Mundial de Poetas y Belli acudió a la cita. Sus reflexiones sobre este acontecimiento desarrollado en el Palazzo Vecchio fueron publicadas el 26 de octubre de aquel año y empezaron con estas líneas: “Florencia hace pensar que la alcurnia no es únicamente asunto de empingorotadas gentes, sino también puede ser de países, ciudades o determinados lugares”. Y nada mejor que un congreso poético en esta ciudad que Belli describe como la raíz de un árbol genealógico que comenzó a florecer con Dante y continuó con otros poetas que vivieron o pasaron por ahí con el correr de los siglos como Rilke o Jorge Guillén. Del centenar de ponencias presentadas, nuestro poeta y periodista destacó las del senegalés Léopold Sédar Senghor y del italiano Mario Luzi.
“El africano es el heraldo de la negritud victoriosa y reconocida y a la vez síntesis de lo ancestal y universal, que escribe en impecable francés y ha logrado imprimirle a su biografía un toque radiante, pues incluso encabezó el gobierno de su país. En cambio, Luzi encarna otra cosa: europeo, precisamente florentino, tuvo que sobreponerse al rotundo prestigio de los herméticos, de quienes desciende; y se le considera como el escritor replegado en sí, incesantemente en lo suyo, con un puñado de ideas fijas en la mente”, escribió Belli.
En otro artículo del 4 de marzo de 1990 contó que había visitado dos veces San Luis, Misuri, el lugar de nacimiento de T.S. Eliot, y había tenido la oportunidad de ver el manuscrito de La tierra baldía. Entonces, destacó que el gran poeta estadounidense había logrado establecer un equilibrio entre lo coloquial y lo retórico. Algo similar podría decirse de sus artículos: sus textos periodísticos iban de la cita culta al dicho popular con un ritmo acompasado y prolijo. En esa última etapa en El Comercio, sus textos eran escritos ya bajo el silencioso dominio de un hada cibernética de pantalla oscura y titilantes letras verdes.