

No hay silencio más elocuente que el que deja un artista al irse en pleno acto. Aquel amanecer del 5 de agosto de 2022, Diego Bertie murió tras caer desde el piso 14 de su edificio en Miraflores. La noticia conmocionó al país, a sus amigos, familiares y colegas. Tres años después, su legado sigue intacto en la memoria colectiva de un Perú que aún no termina de decirle adiós.
Su rostro, tan presente en los años noventa, fue familiar en miles de hogares gracias a novelas como “Natacha” o “Leonela”. Allí era el galán, el enamorado sufrido, el tipo que lloraba con estilo. Pero quien lo siguió con más atención descubrió pronto que no se trataba solo de una cara bonita. Bertie tenía hambre de escena, de profundidad. No se conformaba con el encuadre.

Por eso buscó el teatro. Y el teatro lo adoptó con los brazos abiertos. Obras clásicas, textos exigentes, comedias de ritmo endiablado o tragedias que pedían alma. En cada papel, Diego parecía más cómodo, más libre. Alternaba sets de televisión con ensayos nocturnos, como si una parte de él necesitara ambas dosis para sobrevivir: la popularidad masiva y la mirada íntima.
Y luego estaba la música. Antes que actor, fue cantante. En los años ochenta formó parte de Imágenes, una banda de pop rock que evidenció su versatilidad. Luego vinieron años de silencio musical, hasta que el deseo de volver se impuso. Y regresó. No como una estrella del recuerdo, sino como un intérprete maduro que quería cantar desde otro lugar. Su voz era distinta, más honda, más vivida. Pero seguía emocionando.

De repente, la muerte. Rápida, sorpresiva, brutal. El país quedó en pausa por unas horas. Las pantallas mostraban homenajes. Las radios desempolvaban sus canciones. Los teatros lo despedían con minutos de silencio. En redes, miles compartían recuerdos, frases, escenas, fragmentos de entrevistas. Nadie sabía muy bien cómo procesar esa pérdida. Porque Diego no era un actor lejano: era alguien que —a fuerza de talento y cercanía— se había vuelto parte de nuestras vidas.
Diego Bertie ya no está. Pero no se ha ido. Y mientras el arte peruano lo siga nombrando, mientras haya alguien que escuche su voz o repase una escena suya, seguirá apareciendo. Así como la figura siempre presente, pero de un interior que siempre fue un misterio. Tal vez por eso su ausencia pesa: porque, a pesar de siempre verlo y escucharlo, no supimos entender sus silencios.
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