El jueves pasado, por primera vez en nuestra historia, se reunieron distintas expresiones religiosas en el centro simbólico del poder en el Perú para orar juntas, en igualdad de condiciones, por un objetivo común. Fue un acierto recurrir a la fe, en sus diversos rostros, como un mecanismo para fortalecer el ánimo nacional ante la crisis. En el contexto del bicentenario de la independencia, este acercamiento a la fe desde el valor de la diversidad permite repensar el lugar de la religión en nuestro pasado, presente y futuro.
En nuestra historia, abundan los ejemplos que asocian a la religión con la intolerancia. Pero es posible también encontrar excepciones. En 1822, James Thomson, un educador protestante, llegó al Perú por encargo de José de San Martín para formar escuelas públicas dirigidas a los sectores populares. Uno de sus colaboradores más activos fue el sacerdote católico José Francisco Navarrete. Cuando Thomson dejó el país, Navarrete se quedó a cargo de las escuelas. Así, en los albores de nuestra educación pública, floreció la cooperación interreligiosa.
La diversidad religiosa también se manifestó en los debates ideológicos que construyeron la República. Entre liberales y conservadores, abundaron los religiosos. El primer presidente del Congreso Constituyente de 1822 fue un liberal, Francisco Javier de Luna Pizarro, aunque luego se volcó al conservadurismo. Pero el liberalismo político mantendría una voz muy potente en otro célebre sacerdote: Francisco de Paula González Vigil. Su férreo liberalismo lo enfrentó con otros sacerdotes políticos, como el conservador Bartolomé Herrera. González Vigil terminó excomulgado por la Iglesia, pero siempre afirmó su cristianismo. La diversidad ideológica también está presente dentro de una misma confesión.
Con el paso de los años, la pluralidad religiosa se enriqueció. A lo largo del siglo XIX, se asentaron nuevos grupos confesionales en el país: protestantes, judíos y budistas. Entre ellos se establecieron formas de cooperación a partir de su condición de minorías. El Cementerio Británico (1835) acogió no solo a protestantes, sino también a judíos, ortodoxos y budistas. Hasta fines del siglo XIX, los no católicos no podían enterrarse en los cementerios públicos. La cooperación de las minorías no católicas permitió también que en 1915 se reconociera la tolerancia religiosa.
La diversidad también es importante en la religiosidad popular de los pueblos andinos, en la que se mezclan elementos del catolicismo con las antiguas creencias andinas. La peregrinación al santuario del Señor de Qoyllur Rit’i, por ejemplo, es una de las expresiones creativas y diversas de las creencias ancestrales de nuestros pueblos. En la religiosidad popular, la rigidez de las fronteras confesionales y del dogma se diluyen ante la autonomía espiritual de cada creyente.
En el mundo andino, la religión también expresa la fuerza del mito, como decía Alberto Flores Galindo. La imaginación religiosa estuvo presente en el mesianismo de las rebeliones indígenas durante la República. En algunas de ellas, los protagonistas mezclaron en sus historias elementos de otras tradiciones religiosas. Por ejemplo, un factor olvidado en el germen de la rebelión indígena de Rumi Maqui, en Puno (1915), fue la conversión de este al metodismo. Por aquellos años, además, Puno se había convertido en el centro de la obra educativa adventista en el país, que los indigenistas reconocieron como la generadora de un “nuevo indio”. Los misioneros protestantes también influyeron en la formación de los liderazgos asháninkas en la selva central y awajún en Amazonas. Lo religioso ha sido parte de los procesos de empoderamiento de las identidades étnicas.
La religión también ha mostrado ser una fuente de sentido para los pueblos en las circunstancias más aciagas. Ponciano del Pino ha mostrado el rol de las rondas campesinas evangélicas en la derrota de Sendero Luminoso en Ayacucho. Y la resistencia al terrorismo en Lima no puede comprenderse sin la fuerza espiritual que dirigentes populares como María Elena Moyano recibieron del catolicismo progresista. En la Marcha por la Paz de 1989, las mujeres de organizaciones de base marcharon con banderolas que decían “No matarás ni con hambre ni con balas”. En general, los símbolos de la religiosidad popular católica han servido como fuente de esperanza. En los barrios más pobres, las iglesias evangélicas sirven como núcleos comunitarios de solidaridad en medio de la marginación.
Los intelectuales que engendraron nuestras grandes tradiciones ideológicas concordaron en su valoración de lo religioso. José Carlos Mariátegui comprendió el valor de lo religioso para el mundo andino en su singular marxismo. Para Víctor Andrés Belaunde la fe estaba en el núcleo mismo de la peruanidad. En Víctor Raúl Haya de la Torre los símbolos religiosos fueron el núcleo movilizador de su nueva “religión política”: el aprismo. Tal vez, por eso mismo, lograron trascender. Al menos hasta la llegada del fujimorismo, con el que la religión se transformó en un instrumento político operativo. Ese es el rostro de la religión que parece haberse hegemonizado ahora: el de los políticos de la fe. Pero la religión en el Perú es tan heterogénea como su cultura.
Entre los múltiples rostros de la fe existen los que propician desencuentros con la diferencia, pero también aquellos que generan discursos que potencian el sentido ético de los ciudadanos. Una mirada diversa de la dimensión religiosa puede servir para que ellas mismas comprendan las diversidades en todos sus sentidos. Finalmente, en el núcleo de todas las religiones está la aspiración de hacer el bien. Eso que necesitamos ahora como nación: el bien común.