En medio de una marea de triunfos electorales izquierdistas en el vecindario (Pedro Castillo en el Perú, Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia), la apabullante victoria del Rechazo (62% vs. 38%) a la propuesta de nueva Constitución chilena, avalada por el gobierno progresista de Boric, aparece como un bálsamo para la derecha. Urgidos de triunfos –y de una carta de navegación–, los defensores de las políticas de mercado viran la mirada al país sureño con la esperanza de encontrar una receta, una fórmula mágica anticomunista (sic) que, por ahora, parece una quimera.
Lamento informarles que el plebiscito del 4 de setiembre en Chile no fue una victoria de la derecha dura. Fue, sobre todo, una derrota de la izquierda gestada en su tono de superioridad moral, en asumir posiciones antiinstitucionales radicales (“octubrismo”) ahuyentando al votante medio moderado, y en insistir en hacer política identitaria (de minorías movilizadas) en tono contradictorio con la definición de un nuevo y amplio proyecto de pacto social. En este artículo me concentraré en identificar tres claves que permitieron al espectro diestro celebrar. Primero, la derecha chilena más recalcitrante y con más anticuerpos comprendió –sobre todo Sebastián Piñera– que le era más conveniente no participar del debate público, así que jugó a las escondidas. ¿Para qué despertar a sus “antis”? Más de una generación de políticos profesionales, tan trajinados como detestados, se tragaron el orgullo y se escondieron en sus clósets de la zona oriente de Santiago. (¿Podrán hacer lo mismo algún día sus símiles peruanos?). El resultado: sudaron más en las celebraciones que en el propio juego. Primera lección para la derecha-Campo-de-Marte: escondan a sus “momios”.
La derecha chilena más inteligente (y menos vociferante) comprendió finalmente que estamos ante una ola anti-incumbente. Los ciudadanos se cansan rápidamente de sus gobernantes y se guían por sus rechazos a la clase política. Así, un presidente sin luna de miel y comprometido con uno de los bandos del proceso constituyente (el ‘apruebo’), era la combinación perfecta para usufructuar del contexto. Sabemos que los electores no eligen presidentes por sus planes de gobierno; así tampoco legitiman constituciones por el texto. Es un dato de la realidad que el elector promedio se fía de ‘shortcuts’ (regularmente suele tratarse de un plebiscito al mandatario y su gobierno). Las élites culturales chilenas, al quejarse de que “el pueblo” ha votado sin leer la propuesta, desbordan en ingenuidad y clasismo. En un ambiente enrarecido por el incremento de la inseguridad y la pérdida de orden público, con la inflación más alta de los últimos 30 años, ¿usted cree que el votante medio –menos ideologizado y comprometido– avalaría con su voto al lírico gobierno de Boric? (Contrafáctico: si el ultraderechista Kast hubiera sido elegido presidente, lo más probable es que hoy Chile tuviera una nueva Constitución progresista, pues la mayoría hubiese votado en su contra).
Segunda lección: no terruquee. Mas sea firme en otorgar las responsabilidades del malestar cotidiano a quien se lo merece. Nada más fácil en estos tiempos que robarle el dulce constitucional a un incumbente.
Tercera lección: no les tengan miedo a las mayorías silenciosas, esas que votan, pero no marchan. Chile hoy tuviera una nueva Constitución, si el voto hubiese sido voluntario. Porque este tipo de voto moviliza a los más interesados en política, aquellos más preocupados por el texto constitucional y el debate público, donde, claramente, los valores políticamente correctos tienen las de ganar. La obligatoriedad del voto para el domingo último en Chile llevó a las urnas al apartidario, al desinteresado, el que no consume política, pero que tiene que votar por atajos cognitivos. A él no le interesa la sofisticación del pluralismo jurídico o el sistema presidencialista asimétrico, sino el contexto. A diferencia del vals, la derecha necesita más indiferencia que odio.
¿Cómo dirigirse al desafecto entonces? Según una encuesta preplebiscito realizada por la Universidad Diego Portales, el apartidario chileno –que no había votado en todo el proceso político previo– reclama mayor presencia del Estado, pero ello no lo hace de izquierda. Exige mano dura frente a la inseguridad y le incomoda suficiente la inmigración –sin que ello le haga absolutamente de derecha–. Si bien el texto constitucional guardaba relación con lo primero, el contexto permitió la politización de los segundos. La clave del triunfo del ‘rechazo’ reposa en que la obligatoriedad del voto permitió a la mayoría indiferente expresar su malestar. Por eso, congresista intelectual, no sea tan liberal que va a desmayar a la patronal.
Disculpen la insistencia: los chilenos (y los peruanos) están atrapados en ‘momentums destituyentes’. No saben lo que quieren, pero saben lo que no quieren. Hace dos años Chile acordó no seguir bajo la tutela de la Constitución de 1980, pero el domingo pasado, no validaron la propuesta de nueva carta fundamental que había propuesto una convención constitucional. Pero ello no significa bipolaridad ideológica, sino un mal diseño institucional (el país del voto voluntario vs. el país del voto obligatorio). Ahora acecha la amenaza de repetir el ciclo, ‘ad infinitum’. Porque sociedades de élites polarizadas difícilmente pueden aterrizar un pacto constitucional que aprueben las mayorías.