El antisistema, por Alfredo Bullard
El antisistema, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

A finales de los noventa compartí, en una conferencia, un panel con Javier Silva Ruete, cuatro veces ministro (primer gobierno de Belaunde, Morales Bermúdez, Valentín Paniagua y Alejandro Toledo), tres de las cuales se desempeñó como titular de  Economía.

Se discutía en la conferencia las ventajas y desventajas de la privatización y del uso de contratos de concesión para el desarrollo de infraestructura y servicios públicos.

Luego de las presentaciones de los integrantes del panel, una periodista hizo la siguiente pregunta a Silva Ruete: “¿No le parece que la privatización ha sido un fracaso? Las empresas incumplen los contratos de concesión”.

El entonces ex ministro le dio una mirada escéptica, dibujó una sonrisa mitad burlona, mitad compasiva (muy típica en él) y le contestó: “Señorita, estoy de acuerdo con usted. Muchos concesionarios no cumplen sus contratos. Pero ese es justamente el punto. Si el Estado no puede hacer algo tan sencillo como conseguir que se cumpla un contrato, ¿cómo quiere usted que gestione directamente la infraestructura?”.

Estaba en lo correcto. Cuando uno privatiza o concesiona una actividad lo hace precisamente para reducir lo que el Estado hace. Los incentivos para actuar eficientemente del lado de los funcionarios estatales no funcionan. El funcionario usa recursos ajenos para atender necesidades ajenas. Resuelve problemas ajenos y, por tanto, le son ajenas las soluciones. Piensa más en su bolsillo o en su pellejo que en que las cosas realmente funcionen. Las concesiones tratan de alinear estos incentivos haciendo que el gestor privado tenga que asumir los costos y recibir los beneficios de su gestión y con ello enfrente un problema ajeno como propio.

Por ello se restringe lo que el Estado hace, se deja de lado lo más complejo (gestionar el negocio o la construcción y operación de infraestructura) y se le encarga supervisar y hacer cumplir los contratos, una actividad focalizada y mucho más sencilla. Al menos así es en teoría.

Pero ni con esas el Estado hace las cosas mejor. Y como bien dijo Silva Ruete, si hace mal lo más simple, ¿por qué creer que hará bien lo más complicado?

La crisis de las últimas semanas, en particular las denuncias de corrupción, genera reacciones como las de la periodista de la anécdota. Y lleva a los extremos de decir que el sistema de concesiones privadas no funciona, cuando lo que no ha funcionado es la capacidad del Estado para gestionar adecuadamente lo poco que tiene que hacer. 

La corrupción no es la causa del problema, sino el síntoma. El problema es la debilidad institucional; es decir, la inexistencia de reglas de juego creíbles que inhiban estos actos. 

Muchos han predicho que la deslegitimación del “sistema”, que incluye cuestionamientos penales serios a los cuatro últimos presidentes elegidos por voto popular, traerá como consecuencia un candidato antisistema con grandes posibilidades de llegar a la presidencia. 

Pero la pregunta es: ¿qué “sistema”? De los cuatro últimos comicios en los que escogimos presidente, en tres elegimos al candidato percibido como “antisistema”; es decir, que debía alejarse de lo convencional (Fujimori, Toledo y Humala). Y si repasamos los dos gobiernos de Alan veremos que no pertenece tampoco a ningún “sistema”.

El problema es el mismo: la falta de institucionalidad explica la aparición de candidatos improvisados, con partidos descartables y poco transparentes. Ello explica un ambiente favorable a la corrupción y el mal manejo.

La realidad es que justamente no hay ningún sistema del que alguien pueda convertirse en un “anti”. El problema no es entonces que venga un antisistema, sino que nos hemos acostumbrado a vivir sin sistema.

Se suele decir que el sistema ha sido una economía de mercado liberal. Es un error. Lo que hemos vivido es un mercantilismo en el que las ganancias no se logran en el mercado persuadiendo a los consumidores a comprar productos y servicios, sino negociando favores con funcionarios públicos (cuando no comprándolos). Ello no tiene nada de liberal. De hecho, un sistema como ese necesita un nivel de concentración de poder que ninguna persona auténticamente liberal aceptaría.

Finalmente, en el Perú, la corrupción no es consecuencia de un sistema, sino precisamente de la falta de uno que cree las reglas adecuadas.