Hace algo más de veinte años, en el World Economic Forum de 1992, Václav Havel, presidente de la entonces Checoslovaquia, pronunció un elocuente discurso que posteriormente publicó editado como un ensayo reflexivo. Su planteamiento fue que el fin del comunismo soviético marcaba también el fin de la era moderna, etapa fundamental en la historia humana y que se extendió por los siglos XIX y XX.
Para Havel, una característica determinante de la era moderna era la interpretación del universo como un reloj sofisticado y complejo, racionalmente ordenado y sujeto a leyes invariables, que el hombre descubriría gradualmente a través del método científico. Esta cosmovisión, que se remonta a la Ilustración, tuvo también expresión política en algunos sistemas, instituciones, mecanismos, e ideologías totalizadoras de diverso tipo.
“El comunismo –afirmó Havel– constituyó solo el extremo perverso de esta tendencia. Basado en unos cuantos principios disfrazados como verdad científica única, constituyó un intento para organizar toda la vida sobre la base de un modelo simple, sujeto al planeamiento central y al control continuo, al margen de si eso era o no lo que la vida quería”.
Pero Havel ya vislumbraba, por entonces, que muchos elementos políticos y económicos, así como no pocas instituciones de Occidente, estaban constreñidos también por la misma concepción mental. Por ello apostaba por una transición radical para dejar de asumir el mundo como un rompecabezas en busca de respuestas únicas y universales a los diversos problemas. Havel planteó por ello que la política posmoderna debía ser repensada de raíz.
La globalización, sin duda, ha sido beneficiosa para la mayor parte del planeta. Desde 1975, por ejemplo, la esperanza de vida al nacer ha aumentado en 25 años, tanto como desde la Edad de Piedra a dicha fecha. En 1990, la pobreza extrema superaba al 35% de la población mundial; hoy, afecta a menos de 10% del total. Pero también, el mundo se ha vuelto uno más cambiante, volátil, ambiguo e incierto. Todo resulta posible, pero nada puede asumirse como seguro. Basta ojear cualquier revista científica para ilusionarse con que la humanidad se halla en el umbral de un renacimiento deslumbrante, pero los titulares de las noticias cotidianas suelen ser bastante deprimentes y justificarían una inquietud de que el mundo estaría, por el contrario, despeñándose en un desorden violento e insoluble.
Parecería haber dos talones de Aquiles en la globalización: de un lado, una concentración relativa del poder en el 1% (incluso el 0,1%), aunada a una sensación de marginación en otros grupos que anteriormente se sentían protegidos; de otro lado, la complejidad de la transición genera una sensación creciente de fragilidad. Y el ser humano no es muy tolerante a la incertidumbre. Con una velocidad sorprendente, cualquier evento de hoy puede afectar a otro, de formas imprevistas incluso. El riesgo de crisis sistémicas, como la financiera del 2008, o la que podría darse en el caso de cualquier pandemia, ha aumentado.
La tecnología ha sido una gran responsable de ello. Cualquier celular nuevo tiene más potencia que las primeras naves espaciales. Y las computadoras en el 2030 serán un millón de veces más potentes que las iniciales. La mente humana no es capaz de procesar bien la transformación que ello va a implicar. La creciente miniaturización y la nanotecnología van a generar una capacidad invisible en el aire, en nuestros propios cuerpos, cerebros y herramientas. Los robots ya están reemplazando a miles de empleos rutinarios. Los autos caminarán sin conductor. La medicina regenerativa, algún día próximo, podría ampliar la esperanza de vida, sin deterioro físico. Por todo ello, las reglas que nos trajeron al hoy, ya pueden no servirnos para el mañana. En la política, como en todo.
¿Cómo procesar esta transformación? Ello va a requerir de mucha innovación. Al final de la Segunda Guerra Mundial, los países del mundo sumaban solo 100; hoy, ya son 200. Organizaciones como las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio fueron fundadas con grandes expectativas de lo que podían contribuir a la gobernanza mundial. Actualmente resultan sobrepasadas, no se dan abasto y han perdido relevancia. Esta peligrosa combinación de crisis en el liderazgo político con una explosión en el desarrollo del potencial tecnológico, puede convertir al siglo XXI, según evolucionen las cosas, en el peor o en el mejor de la historia. Las empresas, los estados, las instituciones, requerirán mejorar su gobernanza e interacción, así como establecer nuevas maneras para que sus individuos puedan gestionar autónomamente sus temas comunes. Así, la política representativa tradicional puede estar llegando al principio del fin de su vigencia histórica y aún no sabemos bien por qué la iremos a reemplazar.
Sobre desafío tan gravitante, sería muy útil recoger las reflexiones de los principales candidatos presidenciales. No solo qué van a hacer en el gobierno, sino cómo. El futuro ya no es el que era, hasta hace muy poco.