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El libro perdido
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El libro perdido

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Llego con retraso a recoger a mi hija menor a la guardería. Me quedé leyendo en la banca de un parque cercano y los minutos se me fueron volando. La culpa es toda del libro El jardinero y la muerte, del búlgaro Gueorgui Gospodínov, una novela conmovedora sobre la relación del escritor con su padre, escrita con maestría y llena de frases que no me canso de subrayar. «Narrar una muerte no es más fácil que vivirla», asegura el autor en la página setentaicuatro; leo la sentencia, la subrayo intentando paladear cada sílaba, y solo cuando la punta del lápiz se quiebra atino a mirar el reloj y entonces me percato de la hora y salgo disparado con dirección a la guardería.

Llego agitado y encuentro a la pequeña, llorosa, en brazos de su cuidadora, que me ofrece una sonrisa cordial que no disimula su fastidio ante mi impuntualidad. «Seguro se duerme en el camino», me dice la mujer antes de cerrar la puerta, , entregándome a la niña, y entonces, apurado, coloco a mi hija en el carrito y, en la cesta ubicada debajo del asiento, dejo la novela de Gospodínov. Debo caminar cuatro calles cuesta arriba hasta alcanzar el paradero del bus, así que me empeño en empujar el carrito mientras arrullo a mi niña tarareando una melodía. Al llegar al paradero advierto que mi hija se ha dormido y entonces me siento a seguir leyendo. Pero algo pasa. Bajo la mano hacia la cesta del coche y el libro no está. Me arrodillo en la acera para inspeccionar de cerca y confirmo con horror que no hay rastro de la novela. Lo primero que pienso es que se me ha quedado en la guardería, así que vuelvo sobre mis pasos de inmediato y llego hasta la puerta del Kínder y otra vez me encuentro a la cuidadora, que me dice tajantemente: «Aquí no hay ningún libro». Puedo intuir lo que está pensando: «además de impuntual, este es un tarado». Es lo que pensaría yo si estuviera en su lugar. Deprimido, rehago el camino de vuelta, empujo el carrito otra vez por la calle en subida, pero esta vez con los ojos clavados en el suelo, paseando la mirada por aquí y por allá, como si estuviese buscando petróleo bajo el cemento. Poco a poco caigo en el desánimo. Y entonces recuerdo que hace un año perdí otra novela en un taxi (Yo maté un perro en Rumania, de Claudia Ulloa); también llena de subrayados y anotaciones que no pude recuperar.

Maldigo mis distracciones, y pienso que, aunque compre otro ejemplar de El jardinero y la muerte y vuelva a leerlo desde un inicio, estaré condicionado y sus páginas no me arrancarán las ideas frescas que ya tenía escritas en el ejemplar extraviado. Esa certeza me deprime más aún. Pero esa depresión pronto se convierte en rabia y esa rabia se transforma en esperanza, y otra vez hago el camino de regreso, por segunda vez, desde la parada de bus hasta la guardería, convencido de que no es posible que un objeto tangible desaparezca sin más ni más; y cuando estoy subiendo la cuesta por tercera vez –ahora con los ojos clavados arriba y abajo, repasando aire, mar y tierra– lo veo. Ahí está. Boca abajo sobre el alero de un muro. Es obvio que alguien, un alma caritativa, un buen samaritano, lo ha encontrado tirado en la acera, lo ha recogido (quizá hasta hojeó el índice con interés) y lo ha colocado allí para que su dueño –o sea yo– lo reencontrara en un lugar decente.

Recojo el libro, lo huelo como un sabueso desesperado, leo una página al vuelo, como si quisiera comprobar que el libro se encuentra bien de salud, en dominio de sus facultades, y solo entonces, en el camino empinado, empujo el carrito de mi niña con esfuerzo, y justo cuando llego a una superficie llana, y justo cuando diviso una banca para sentarme a leer, y justo cuando pienso en el simbolismo de toda la cadena de pequeños hechos que acaban de suceder, ella, mi hija, se despierta y me mira con la inocencia de quien acaba de abandonar un sueño. «Mi padre era jardinero, ahora es jardín», escribe Gospodínov, y yo lo leo, y pienso en lo mucho que debe haberle costado al búlgaro poner punto final a su relato, y en las muchas veces en que hemos imaginado el final de nuestros padres, que es solo una manera de obligarnos a proyectar nuestro futuro.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros Escritor y periodista

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