
En la política tribal que vivimos, parece cada vez más difícil construir alianzas con base en acuerdos o afinidades, y cada vez más sencillo hacerla en torno a animadversiones. El giro progresista que había predominado la década pasada con la ola de reconocimiento legal de derechos de minorías (especialmente las identitarias) generó una reacción (‘backslash’) que se evidenció en el surgimiento de fuerzas radicales de derecha (más a la derecha de sus pares convencionales). Estas se articulaban especialmente en torno a valores sociales antes que en causas materiales, aunque sin lugar a dudas con una alta correlación entre ellas. En Europa primero y en América Latina después ganaron visibilidad proyectos conservadores que, a diferencia de sus antecesores, amalgamaron impronta populista (maniqueísmo y presunta soberanía popular) y, en los casos más extremos, autoritarismo (la puesta en duda los fundamentos de la democracia liberal como el pluralismo y el Estado de derecho) para poder cohesionar a sus seguidores. Es decir, a la agenda conservadora de tradición y familia (y, por lo tanto, antiinmigratoria y antiperspectiva de género), se le sumaron una retórica antiestablishment que rápidamente escaló en polarización con sus antípodas progresistas.
Así por ejemplo, en España, VOX pasó de ser la única escisión partidaria de derechas que ha prosperado (¿alguien se acuerda de Ciudadanos?). En Francia, Rassemblement National se fortaleció a punto de obtener la primera minoría electoral las elecciones del año pasado. Pero quizás nada más trascendente, hasta ahora, que la victoria de Fratelli di Italia, una fuerza originada en el simbolismo fascista, que gobierna un país en una coalición amplia de derechas. Según la literatura especializada, el éxito movilizador de estos movimientos radica en el fracaso de sus simpatizantes por adaptarse a un contexto globalizado. Las élites de esta derecha populista europea juegan aún dentro de los bordes de la democracia liberal, aunque la tentación por moverse hacia el iliberalismo sigue siendo alta.
Ahí donde la derecha convencional aún logra mantenerse vigente es incluso capaz de construir “cordones sanitarios” para taponear a versiones de derecha abiertamente autoritarias. Conservadores de sus respectivos establishments pueden incluso hacer alianzas con socialistas, en países como Alemania, Austria y Portugal, con la finalidad de evitar que la extrema derecha (la más autoritaria) forme parte del gobierno. Así se ha bloqueado al alemán AfD, al austríaco FPÖ y al portugués Chega, cuyos seguidores han alcanzado niveles de apoyo inéditos.
Pero intentemos comprender a los seguidores de la nueva derecha, antes que quedarnos en la cantaleta de criticar a sus líderes. En esta tarea es interesante notar que los electores proderecha no son simples perdedores de la globalización. Hay algo más profundo que permite entrelazar la crítica al Estado de bienestar con el nacionalismo autoritario en ascendencia. Las élites de derecha se radicalizan más que sus electores, y a estos no les queda más que plegarse a la única oferta alternativa al estancamiento del modelo de la redistribución estatal que, en Europa y Estados Unidos, acompaña al progresismo moral. En sistemas parlamentarios, el cordón sanitario es una estrategia eficiente aún para la derecha tradicional; pero en sistemas presidencialistas no tanto. De ahí que, por ahora, es más probable que el lepenismo francés pierda todas las elecciones en las que participe, y que Trump gane dos competencias de las tres en las que se ha presentado. ¿Entonces, en América Latina, donde predomina el presidencialismo, es solo cuestión de tiempo la llegada al poder de la nueva derecha?
En nuestra región, en aquellos contextos donde el gasto social es realmente relevante (Brasil y Argentina), pueden surgir con más facilidad símiles a los europeos como Bolsonaro (extrema derecha) y Milei (derecha populista). Los insatisfechos del proteccionismo estatal se movilizan en contra de la izquierda económica y social, lo cual permite versiones más ‘despeinadas’ y ariscas a los modales republicanos que sus pares del Viejo Continente. Pero en aquellos países, donde prima la informalidad y el gasto social es irrisorio, tiene muy poco sentido el radicalismo en contra de la redistribución estatal de bienes materiales, pues esta es bien misia. De hecho, la derecha más ultra ofrece mayor redistribución estatal de bienes públicos (como la seguridad), como es el caso de Nayib Bukele en El Salvador. Resulta absurdo cuestionar el Estado de bienestar donde el Estado está ausente.
Es por ello que a las élites radicales de derecha en países latinoamericanos de alta informalidad no les queda más que radicalizarse en el plano moral. Eso explica el anticaviarismo de nuestros ‘liberales criollos’. Piense usted qué alternativa económica puede surgir de nuestra derecha. Ninguna, ¿cierto? Por lo tanto, a estas élites solo les queda tomar de la narrativa de la nueva derecha global en lo concerniente a los ataques a la agenda de género o el financiamiento perdido de Usaid. De ahí la popularidad del trumpismo en la calle Dasso. Pero pensando en el 2026. ¿Qué prefiere el elector peruano promedio? ¿Más Iglesia o más Estado? ¿Acaso el informal no requiere algo más de protección estatal y puede dejar en un segundo plano la visibilización de una educación pública más progre?
Así, el anticaviarismo de nuestro tiempo se convierte en una retórica revanchista que articula a la tribu ultraconservadora, la que se percibe como adalid de una guerra cultural que se expande en todo el orbe. Se consideran la versión tropical del trumpismo, la mixtura hispanista-magiar que hincha por Orbán, los parientes lejanos de Meloni. Celebran sus victorias, emulan esos raros peinados nuevos. Pero, en realidad, quedan ‘out of context’, pues la oferta ultra en lo valórico y vacía en lo material no guarda correspondencia con las preferencias y urgencias de un electorado del que uno de cada ocho es informal, y uno de cada tres, pobre. No porque quisieran, sino porque así es la estructura de nuestra sociedad. A veces los “tarados” no son los electores, sino los candidatos.