(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Había un agujero de bomba del color de la ceniza. Un edificio chamuscado hasta los cimientos. Un amasijo de fierros retorcidos. En realidad, todo era un amasijo de fierros retorcidos. Y en medio de ese campo de batalla, un niño me explicaba por dónde habían entrado los helicópteros. Y cómo el fuego había cubierto el mundo visible.

Estuve en la franja de Gaza hace tres años, y me pareció el lugar más destruido del mundo: una chabola de dos millones de habitantes, casi la mitad de ellos desempleados. Una cárcel a cielo abierto donde solo se podía ingresar con un permiso especial del Estado de Israel. El agua estaba contaminada. La comida escaseaba. Si tratabas de escapar por el mar, como hacen los cubanos, podías recibir un balazo.

Aunque nunca hubiesen abandonado la franja, dos tercios de la población se consideraban a sí mismos de otro lugar. Son los llamados “refugiados”, desplazados por Israel tras la guerra de 1948. En total, cinco millones de palestinos dentro y fuera de Gaza llevan 70 años creyendo que algún día volverán a su ya inexistente pueblo de origen. O al de sus padres. O al de sus bisabuelos.

Mientras las negociaciones se eternizan, el Estado de Israel va empujando a esos palestinos hacia la desesperación: los asentamientos israelíes cortan el acceso de los beduinos al agua y la tierra. Los adolescentes de Cisjordania, hastiados por la falta de oportunidades, arrojan piedras a carros acorazados israelíes, que les devuelven balas. Los nuevos líderes se sienten tentados de acercarse al yihadismo. La tensión se va acumulando generación tras generación, aguijoneada por conversaciones de paz frustradas, en espera de una solución que nunca llega.

Y ahora, por si fuera poco, ha llegado Donald Trump.

El presidente favorito de los matones de cantina ya había echado leña al fuego en mayo, cuando mudó la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén. El gesto puede parecer irrelevante, pero en un entorno hipersensible, rompió el consenso internacional ofreciendo un espaldarazo al gobierno israelí de línea dura, y una provocación innecesaria a los palestinos.

Aun así, a Trump le pareció insuficiente su bravuconada, y ahora, para perfeccionarla, ha recortado los fondos de la UNRWA. Como millones de palestinos son considerados refugiados, carecen de un Estado propiamente dicho. En vez de eso, una agencia de Naciones Unidas, la UNRWA, les ofrece cobertura social, crucialmente, colegios y hospitales. En el hemisferio norte, las clases están a punto de empezar, pero la agencia advierte de que solo podrán dictar clases hasta setiembre por falta de presupuesto, lo que dejaría a 500.000 estudiantes palestinos en la calle, sin perspectivas de futuro, y muy probablemente, furiosos.

Hasta ahora, Estados Unidos había sido el principal contribuyente de la UNRWA, en reconocimiento a que la comunidad internacional esperaba una salida negociada al problema. Con el recorte de fondos, Trump pretende que a los políticos palestinos no les quede más remedio que ceder en sus demandas y aceptar cualquier oferta para impedir una crisis humanitaria en una población extenuada.

Lo que quizá logre Trump en realidad es una explosión de violencia y una nueva ola de refugiados hacia los países árabes y Europa. Incluso si consiguiese un acuerdo entre palestinos e israelíes, podría causar una guerra interna entre palestinos. Como también ha destrozado la relación con Irán, la región entera corre el riesgo de incendiarse al menor chispazo.

Pero notar todo eso implicaría preocuparse por los seres humanos. Trump ya ha dado suficientes señales de que ese detalle le importa muy poco. Y que está dispuesto a destruir incluso lo que ya no puede destruirse más.