Es cierto que la migración genera algunos problemas; pero la solución no puede consistir en cerrar las puertas, sino más bien en abrirlas
Es cierto que la migración genera algunos problemas; pero la solución no puede consistir en cerrar las puertas, sino más bien en abrirlas

En 1967, cuando vivía en París, empezó la hacia Francia. Los empleados de nuestra embajada, situada en la Av. Kléber 50, una de las principales arterias parisinas que desemboca en la Plaza de Etoile, eran extranjeros.

Carlos, el mayordomo español, hacía su trabajo como aquellos perfectos mayordomos de las películas inglesas. El chef vietnamita, de apellido Ban, no solo preparaba comida francesa, sino también peruana, y, gracias a él, hasta pude deleitarme con la comida de su país natal. Ban fue reemplazado por otro chef de origen senegalés, apellidado Zamba. El chofer marroquí Munasif Adú era una excelente persona con la que tuve una gran amistad. Adú era culto y era algo así como un refugiado. Digo esto porque, a pesar de no tener dicha condición, había salido de su país, Marruecos, por motivaciones políticas. Finalmente, el conserje y su esposa también eran españoles.

Tres españoles, un vietnamita, un senegalés y un marroquí. Todos habían emigrado hacia Francia para vivir mejor por las razones más diversas.

En esa época yo tenía 19 años. Atestigüé también una migración entre europeos, sobre todo por razones económicas. Españoles y portugueses en Francia, italianos del sur en Alemania. Inglaterra, Francia y Alemania eran los destinos escogidos. Luego empezaron a llegar los africanos del norte; marroquíes, argelinos y egipcios. También desde el África subsahariana o África negra (que, a mi manera de ver, es un término racista, porque ni África ni ningún continente tienen un solo color, son multicolores). El racismo se cuela cuando hay migración, es producto de un sistema de dominación imperialista europeo, que quiso hacer creer al mundo que su raza –llamada ‘blanca’– era superior y algunos se lo han seguido creyendo hasta ahora. Finalmente, cómo olvidarnos de la migración asiática. Hoy, en España y Francia, se pueden ver muchos chifas y restaurantes japoneses, tailandeses y vietnamitas.

Sabemos que la inmigración en Francia ha aumentado a lo largo de los años, de igual manera que en toda Europa. Basta ver a los equipos de fútbol. Este hecho le está dando un giro positivo a una Europa construida bajo los prejuicios decimonónicos (del siglo XIX).

Todavía algunos europeos no pueden entender que la migración es un fenómeno universal e indetenible, y que requiere comprensión y solidaridad. Por más muro que se ponga, como quiere el presidente estadounidense Donald Trump, la tendencia seguirá. Como me dijo con humor un colega mexicano el año pasado en el Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional de México: “¿Nos quieren poner un muro? No importa, nos lo saltaremos con garrocha”.

Es cierto que la migración genera algunos problemas; pero la solución no puede consistir en cerrar las puertas, sino más bien en abrirlas, sobre todo en casos tan terribles como el de nuestros hermanos .

Ellos no se van de su país porque quieran probar mejor suerte (ojalá fuera así), lo hacen porque la situación económica, política y social de su lugar de origen los está destruyendo, no solo material, sino también espiritualmente.

La migración venezolana es una migración producida por la desgracia. No tiene nada que ver con la ola migratoria que tuvieron el Perú y América Latina a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Por eso hoy en la región podemos encontrar apellidos alemanes, ingleses, franceses, rusos, eslavos, chinos, japoneses; y hasta españoles y portugueses de nueva generación provenientes de bisabuelos, abuelos y padres migrantes.

Cuando me enteré de que estaban viniendo miles de venezolanos a vivir al Perú no pude evitar sentir, quizás como muchos, bastante curiosidad y hasta tomé el asunto con un poco de ironía mientras me preguntaba: “¿Tan mal están allá que prefieren venir aquí, donde no estamos del todo bien?”.

Podemos darnos cuenta entonces de la tragedia que están pasando.
Rutger Bregman, intelectual holandés, demuestra en su obra “Utopía para realistas” las falacias que muchos suelen lanzar contra los inmigrantes: “Son todos terroristas”, “son todos delincuentes”, “socavarían la cohesión social”, “nos quitarán empleos”, “la mano de obra barata de los inmigrantes forzará un descenso en nuestros salarios”, “son demasiado perezosos para trabajar”, “nunca volverán a su país”. Todas estas generalizaciones son falsas y carecen de fundamento científico, como lo han demostrado ya los sociólogos y economistas.

Abramos las puertas del Perú a los venezolanos. Por razones humanitarias, es cierto, pero también porque contribuirán al progreso de nuestra patria.