(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alfredo Bullard

El destacado liberal guatemalteco Manuel Ayau, fundador de la Universidad Francisco Marroquín, decía que en una verdadera economía de libre mercado no es posible enriquecerse sin enriquecer a los demás.

Por supuesto que esa idea despierta reacciones de lo más variopintas. Algunos dirán (siguiendo a Marx, muchas veces sin siquiera saber que lo están siguiendo) que el libre mercado genera precisamente lo contrario: el empobrecimiento de unos a expensas de unos pocos. Para ellos, la riqueza es consecuencia de la apropiación por los empresarios de la plusvalía generada por los trabajadores.
Otros dirán que el mercado empobrece a los consumidores quienes compran productos caros y malos cediendo recursos a quienes los producen.

Y otros dirán que el mercado produce una mala distribución como consecuencia de las reglas que aplica y con ello abre la brecha entre pobres y ricos generando así más pobreza.

Pero Ayau tenía razón. Las tres posiciones que cito parten de varios errores conceptuales y prácticos bastante obvios.

El primero es el concepto mismo de libre mercado. La idea enunciada se refiere a “un verdadero libre mercado”. Y “libre mercado” no es la piñata que se construye para pegarle palazos a algo que no es.

Libre mercado” significa una economía abierta, en la que la libertad de entrada a la actividad económica no tiene barreras ni privilegios. No hay limitaciones a las importaciones ni al establecimiento de nuevos negocios. No hay regulaciones diseñadas para elevar los costos de entrada a potenciales competidores. No existen barreras burocráticas, ni las alianzas nefastas entre los gobiernos y ciertos empresarios para impedir la competencia.

La piñata se crea entonces confundiendo el libre mercado con su antípoda: el mercantilismo. El mercantilismo es el sistema nefasto en el que lo que uno gana se obtiene del favor generado en el pasillo del ministro y no de la captación legítima de la preferencias de los consumidores. El mercantilismo es un sistema institucionalizado de robo, donde las empresas que obtienen el favor político pueden meter su mano en el bolsillo de los consumidores ofreciendo malos productos a precios altos. Sin la disciplina de la competencia efectivamente es posible enriquecerse empobreciendo a los demás. Y libre mercado significa precisamente generar un sistema bajo la disciplina competitiva.

Pero en el libre mercado solo puedo ganar enriqueciendo a los demás. Si tengo competencia tendré que persuadir a los consumidores de que adquieran mis productos o servicios. Ello solo se logra con calidad, precios bajos o una combinación de ambas cosas (mejor calidad a menor precio).

Con competencia real, a diferencia de lo que ocurre bajo el mercantilismo, un consumidor, luego de una compra, está mejor que antes. Recibió algo (por ejemplo un par de zapatos) que valora más de lo que cuesta. Por tanto ganó algo. Gastó 100 para comprar unos zapatos que valora en 150. Como es obvio, nadie que valora unos zapatos en 80 pagaría 100 por ellos.

Cada operación de mercado que realizamos nos coloca en una situación mejor que la anterior. Ambos, el consumidor y el proveedor ganan. Los economistas lo llaman “un juego win win” (ganador ganador) pues los dos lados de la operación ganan.

Si alguien pretende ganar más con un producto malo y caro, verá al consumidor prefiriendo a la competencia y terminará saliendo del mercado.

Lo mismo ocurre con los trabajadores. En un libre mercado el pasar de desempleado a empleado genera una ganancia a quien consigue trabajo. Ese trabajo se genera con inversión de capital. Y a quien lo invierte le genera la oportunidad de producir y con ello mejorar. En lo laboral el juego también es “win win”.

Un error conceptual adicional es confundir eliminación de pobreza con igualdad de ingresos. Lo cierto es que uno puede igualar los ingresos y generar más pobreza. De hecho, es lo que suele pasar con las políticas de igualación, como ocurre en Cuba, Venezuela o Corea del Norte.

Tomemos dos países de la región. Chile es uno de los países con mayor desigualdad de ingresos. Honduras, en cambio, es uno de los países más iguales. Si uno le preguntara a un pobre chileno si prefiere vivir en Honduras donde todos son más iguales (es decir más igualmente pobres), posiblemente preferirá quedarse en Chile. Y es que la gente, antes que ganar lo mismo que otros, lo que busca es ganar más y vivir mejor.