"La productividad, en el fondo, es cuestión de darles a los recursos el uso más valioso posible". (Foto: El Comercio)
"La productividad, en el fondo, es cuestión de darles a los recursos el uso más valioso posible". (Foto: El Comercio)
Iván Alonso

A estas alturas, las metáforas futbolísticas sirven para ilustrar, sobre todo, la falta de imaginación de sus autores. Puede ser nuestro caso también, aunque lo que estamos a punto de usar no es tanto una metáfora como un ejemplo.

Dice un famoso economista que, en el largo plazo, la productividad es todo o casi todo, en materia de , se entiende. Las primeras teorías del crecimiento se enfocaban en la acumulación de capital. En 1957 Robert Solow demostró que eso no terminaba de explicar la magnitud del crecimiento, que una vez contabilizada la acumulación de capital quedaba un residuo y que ese residuo se debía a que los factores de producción (no solamente el capital, sino también el trabajo) se hacían cada vez más productivos. De allí el rimbombante nombre de “productividad total de factores”.

Desde entonces se ha asociado la productividad al progreso técnico, a la relación entre capital y trabajo (la cantidad de máquinas y herramientas de las que dispone cada trabajador) o al capital humano. Esto último es considerado hoy en día el elemento determinante por una mayoría de economistas, quién sabe porque coincide con las nociones modernas sobre el valor de la educación.

La adquisición de conocimientos y habilidades a través de la educación aumenta, sin duda, el potencial productivo de cualquiera. Pero hay algo más que la teoría no capta. Para realizar el potencial productivo se necesita que el trabajo de una persona esté dirigido a producir algo que tenga utilidad, algo para lo que haya demanda, y producirlo eficientemente. No todo el mundo tiene la capacidad de identificar qué es lo que puede producir o la mejor manera de hacerlo. No todo el mundo tiene, tampoco, la capacidad de dirigir bien el trabajo de otros.

La productividad nace no solamente de las habilidades propias del trabajador, que es lo que la educación puede darle, sino también de las indicaciones que reciba para utilizarlas correctamente, para coordinar las tareas de uno con las de otros, con la finalidad de obtener un mejor resultado. No es lo mismo Christian Cueva bajo la dirección de Ricardo Gareca que bajo la de algún otro entrenador de menor jerarquía. Saber dónde ubicarse en la cancha, hacia dónde correr o cuándo retroceder no es algo que inevitablemente acompañe al dominio de la pelota y la precisión de los pases.

La educación, por sí sola, no es suficiente para aumentar la productividad. Se requiere además que el mercado laboral funcione eficientemente. Los trabajadores informales no son informales solamente por tener habilidades menos desarrolladas que otros, sino principalmente porque la legislación laboral, en su afán de proteger al trabajador, hace más difícil, menos probable, su contratación por parte de quienes pueden extraer todo su potencial. Porque todo su potencial no alcanza quizás para pagarles el sueldo mínimo más todos los beneficios sociales. O porque el potencial es algo por descubrir, y nadie se anima a intentarlo cuando el despido se castiga con la reposición.

La productividad, en el fondo, es cuestión de darles a los recursos el uso más valioso posible. Los mercados libres conducen generalmente a una mayor productividad porque ayudan a encontrar, mediante el ensayo y error, cuáles son esos usos y cómo van cambiando en el tiempo. Por eso la reforma laboral es urgente.