(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Richard Webb

La madre de todos nuestros problemas sería un déficit de gobernanza. Desorden e inseguridad en las calles, evasión de impuestos, incumplimiento de normas, incapacidad para ejecutar obras, persistencia de la anemia, corrupción impune, maestros y médicos ausentes, poderes del Estado encontrados. Pero sorprende la novedad de la queja. Antes, la crítica se dirigía a los actos de las autoridades, con opiniones a favor y en contra de cada medida. Hoy, simplemente reclamamos tener más gobierno.

¿Cómo explicar ese déficit? ¿Se origina en la oferta o en la demanda? ¿El Estado hace menos o el público pide más?

En cuanto a la oferta, ciertamente no ha faltado presupuesto. Durante la última década, la planilla del sector público aumentó 7% al año, constituyéndose en uno de los líderes de la creación de empleo en el país. El nivel de la inversión pública pudo ser mayor, pero ha sido comparable al de otras épocas. De otro lado, la descentralización ha permitido un acercamiento entre el gobierno y la población, multiplicando la comunicación entre ciudadanos y sus autoridades. Además, se ha producido una innegable mejora en muchos servicios públicos. Hoy se evalúa a los maestros, se facilita la atención de salud rural con ambulancias, teléfonos e Internet, y se han reducido sustancialmente los tiempos de los trámites ciudadanos. Lo curioso es que nunca hemos gastado tanto en gobierno ni tenido un Estado tan bien equipado.

Más probable es que el déficit de gobernanza sea producto de un aumento en nuestras expectativas. Hay varias posibles razones de esa mayor exigencia. Una es el debilitamiento general que se viene produciendo en las instituciones de la sociedad civil (la familia, la comunidad, el barrio, las iglesias, las etnias, etc.). Se trata de un fenómeno común de la modernidad, compartido con casi todos los países, que está dejando un vacío de accionar colectivo y de instrumentos no solo para actos de solidaridad sino también para satisfacer necesidades espirituales y emocionales, como los valores de identificación, de pertenencia y de solidaridad. Más y más, el Estado se está quedando como la principal –sino única– colectividad, heredando todas las necesidades humanas que en algún grado cumplían las otras instituciones.

Paradójicamente, las mayores expectativas pueden ser un resultado también de la nueva cercanía del Estado, cambio que se debe a la descentralización y también al inmenso aumento de la disponibilidad de información. Los medios y bancos de datos, junto con las redes y celulares, han multiplicado el conocimiento del funcionamiento de las entidades del Estado, estimulando y facilitando así el atrevimiento de ciudadanos demandantes.

Sin embargo, el desnudamiento mediático ha tenido un efecto paradójico de parálisis. El funcionario se encuentra expuesto a ser acusado por medios, políticos de oposición y sinvergüenzas que buscan amedrentarlo, con o sin justificación y, con seguridad, sin verdadera justicia. Un sistema de fiscalización que tiene más de teatro que de ley. El funcionario se protege aprovechando toda oportunidad para demorar e insistir en la aprobación de múltiples instancias, un procedimiento análogo a la táctica sindical llamada “work to rule” que consiste en paralizar una entidad aplicando todas las normas al pie de la letra. Paradójicamente, la mayor demanda de gobernanza termina siendo causa de una menor oferta. El camino para mejorar el gobierno tiene sus enredos.