Nueva York en la década de 1920 era una ciudad de ostentación y glamour, un lugar de opulencia y optimismo que ni la Prohibición pudo amargar.
Pero en un edificio en el Upper East Side de Manhattan el ambiente era muy distinto. Era un lugar en el que parecía que llevaran a cabo una especie de ritual monástico, con gente vestida de negro llevando jarras y platillos con un cuidado casi reverencial.
-[El revolucionario químico que perdió la cabeza en la guillotina por una disputa científica]
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No era, sin embargo, un lugar de culto, a menos que el dios fuera el conocimiento científico.
Era el Instituto Rockefeller para la Investigación Médica, donde los científicos estudiaban enfermedades y salud pública.
La gente vestida de negro eran asistentes de laboratorio, y estaban vestidos así para preservar sus delicados especímenes de la contaminación y la exposición a la luz.
En los recipientes de vidrio llevaban pedazos de tejido de corazón de pollo que pulsaba rítmicamente.
Su sumo sacerdote era Alexis Carrel.
La manera de dirigir su laboratorio le parecía extraña hasta a sus colegas.
Al cirujano francés eso le importaba poco. Después de todo, ya tenía un premio Nobel bajo su cinto, y además estaba convencido de que lo que estaba haciendo podía salvar a la civilización occidental.
Otros pensaba que podría llegar a develar el secreto de la inmortalidad.
Vida en vidrio
Lo que Carrel quería lograr era preservar la vida fuera del cuerpo: mantener vivos tejidos y órganos "in vitro", es decir, en recipientes de vidrio.
Carrel imaginó que algún día podríamos renovar nuestra carne envejecida y enferma de esa manera, y reparar y reconstruir nuestros cuerpos para mantenerlos sanos por más tiempo de lo normal.
Para Carrel, esa búsqueda estaba ligada a ideas inquietantes sobre el declive de Occidente y fantasías paranoicas sobre la raza.
No obstante, su investigación científica fue pionera, y algunas de las técnicas que desarrolló hoy están dando frutos.
No estamos realmente más cerca de la inmortalidad, pero hoy podemos hacer crecer y transformar tejidos vivos de una manera que seguramente habría sorprendido y encantado a Carrel.
Tejido inmortal
Nacido en Francia, Carrel comenzó a trabajar en 1906 en el Instituto Rockefeller en Nueva York.
Era famoso por su habilidad para unir vasos sanguíneos, lo cual era esencial para el trasplante de órganos, un procedimiento médico que aún estaba en su infancia.
Su trabajo en técnicas pioneras de sutura para vasos sanguíneos fue lo que le valió el Nobel en 1912, que lo convirtió en el primer científico en Estados Unidos en ser galardonado, así como en el más joven en recibir tal premio (tenía 39 años).
En 1908 Carrel se enteró de otra forma de prolongar la vida: cultivando trozos de tejido vivo en un platillo, bañados en una solución de nutrientes. Pronto perfeccionó la técnica y pudo mantener vivos todo tipo de tejidos.
Otros científicos y el público por igual estaban asombrados y fascinados con la idea de que la carne cortada del cuerpo no tuviera que morir ni pudrirse.
Para Carrel, el cultivo de tejidos -como se empezó a llamar- le sirvió como una forma de mantener los órganos durante mucho tiempo antes de trasplantarlos. Y lo llevó a preguntarse si sería posible hacer crecer órganos completamente nuevos, como riñones o corazones, a partir de un pequeño pedazo de ellos.
De ser así, quizás la muerte en sí misma no tenía que ser inevitable. Tal vez se podría simplemente reemplazar las partes de nuestro cuerpo a medida que se desgastaran.
Como para confirmar que estaba buscando la vida eterna, a principios de la década de 1910, Carrel anunció que la carne que había crecido del tejido del corazón de un pollo seguiría latiendo en un platillo aparentemente por tiempo ilimitado.
Para mantenerlo vivo, lo alimentaba con una especie de jugo de embriones de perro molidos, que sonaba casi como un elixir de la vida.
Hora tras hora, día tras día, y eventualmente año tras año, él y sus asistentes en el Rockefeller mantuvieron latiendo el tejido cardíaco.
Dos años después, Carrel declaró que el tejido era "inmortal".
Una extraña relación
A pesar de dar la impresión de ser un científico de profunda sobriedad casi monacal, Carrel era también un showman con talento para la publicidad, de ahí esas ostentosas túnicas negras y sus repetidas afirmaciones de que el cultivo de tejidos era un arte difícil, casi una especie de ritual mágico.
A finales de 1930, empezó una relación que hizo que su trabajo atrajera aún más la atención del público: con Charles Lindbergh.
Lindbergh era el aviador más famoso del mundo pues en 1927 por haber sido el primero en cruzar el Atlántico en un vuelo sin escalas en solitario en su avión Spirit of St Louis, y fue precisamente por su fama que consiguió una audiencia con Carrel.
El aviador había estado pensando en la posibilidad de hacer un corazón artificial y mecánico porque su cuñada tenía un corazón débil.
Aun así, su colaboración científica fue un resultado poco probable de la reunión.
Después de todo, Lindbergh no era un científico. Pero era un mecánico hábil -había ayudado a diseñar el avión en el que volaba- y Carrel pensó la destreza del aviador complementaría muy bien su propia inteligencia científica.
Así, aunque es difícil encontrar una pareja más extraña o más improbable en la historia de la ciencia, Lindbergh se convirtió en el investigador asociado más confiable de Carrel.
Lo inimaginable
En el laboratorio Rockefeller, Lindbergh y Carrel hicieron algunos avances extraordinarios.
Lindbergh creó, por ejemplo, algo que el equipo de Carrel no había logrado: una bomba de perfusión que pudiera mantener vivo un órgano humano fuera del cuerpo.
Se llamaba la bomba “Modelo T” y, en años posteriores, fue desarrollada por otros, conduciendo finalmente a la construcción de la primera máquina corazón-pulmón.
El dúo no sólo trabajaba en el Rockefeller sino también en la isla que Carrel había comprado con el dinero del premio Nobel.
Se llamaba St Gildas, en la costa de Britania, en Francia, y lo único que había en ella era una casa construida en los tiempos de Napoleón.
Cuando Lindbergh llegaba a tal escenario a reunirse con Carrel, quien era casi tan famoso como él, la imaginación de la prensa sensacionalista volaba.
Imaginaban al par trabajando en los más audaces inventos.
Pero nunca llegaron a imaginar cuán espeluznantes estos podían llegar a ser.
El dúo siniestro
Efectivamente, algunos de los experimentos que los dos hombres discutieron e hicieron en St. Gildas fueron casi tan inquietantes como los de la estremecedora novela de 1896 de H. G. Wells, “La isla del doctor Moreau”.
En uno de ellos, Carrel y Lindbergh trataron de conectar el corazón que todavía latía y los pulmones activos de un gato disecado al suministro de sangre de otro mientras aún estaba vivo bajo sedación.
Si eso suena mal, empeora aún más al comprender que lo que sustentaba sus esfuerzos por mantener la vida más allá de sus límites normales era la búsqueda de la preservación de lo que consideraban la civilización superior de Occidente.
Carrel era un racista, antisemita y supremacista blanco que abogaba por la eugenesia para preservar "las existencias de más alta calidad" de la humanidad.
Creía que la democracia era una invención trágica de la Ilustración, que había creado una sociedad en la que los débiles, inferiores y enfermos persistían al costo de la raza en su conjunto.
Concurría con las ideas de Hitler sobre la pureza racial, y creía que la civilización occidental necesitaba un salvador como el Führer.
Lindbergh no se quedaba atrás.
Fue seducido por el régimen nazi cuando visitó Alemania en la década de 1930. A medida que aumentaron las tensiones en Europa, le imploró al presidente de EE.UU., Franklin Roosevelt, que se mantuviera alejado de las hostilidades, argumentando que Hitler podía ser el gran protector de la sociedad occidental.
En 1938 aceptó con orgullo una medalla adornada con esvásticas de Hermann Göring, jefe de la fuerza aérea alemana, otorgada por orden personal del Führer.
Carrel estaba en Estados Unidos cuando Alemania ocupó Francia en 1940, pero regresó al año siguiente y discutió con el gobierno títere de Vichy su sueño de crear un Instituto del Hombre, que trabajara en pos de su visión de la "perfección" humana.
Y su sueño se realizó.
Con el nombre de Fundación Francesa para el Estudio de Problemas Humanos, fue creada en París para aplicar los métodos de la ciencia a lo que llamó "la reforma simultánea de los tejidos, la sangre y la mente del hombre".
Ahí, Carrel esperaba que sus técnicas de cultivo de tejidos y preservación de órganos, fundamentadas en ideas racistas y eugenésicas, harían realidad una utopía científica.
¿Y el pollo?
El Instituto del Hombre de Carrel nunca llegó a ser realmente nada.
No solo fue imposible lograr algo en la Francia ocupada, sino que la salud de Carrel dio un giro para peor en los años de guerra.
Cuando Francia fue liberada en 1944, el nuevo gobierno francés quiso saber qué había estado haciendo con el régimen de Vichy. Murió en noviembre de 1944 mientras estaba siendo investigado bajo sospecha de colaboración.
¿Y qué pasó con su corazón de pollo inmortal?
Nunca fue inmortal. Ahora sabemos que las células mantenidas en el cultivo de tejidos no pueden seguir creciendo y dividiéndose indefinidamente, sino que mueren automáticamente después de unas decenas de divisiones.
No está claro cómo el cultivo del corazón de pollo de Carrel parecía seguir vivo por años. Tal vez algunas células del "jugo de embriones" reponían el cultivo. O quizás Carrel "le ayudó" de alguna manera.
De todos modos, sus avances ahora están revitalizando el sueño de cultivar órganos fuera del cuerpo y usarlos para reemplazar los nuestros cuando se desgastan o salen mal.
Aún no hemos renunciado a la inmortalidad
Pero el cultivo de tejidos desafía cosas que damos por sentado: ¿Dónde están los límites de nuestro cuerpo, de nuestro yo individual? ¿Cuánto tiempo podemos vivir? ¿Qué queremos decir con “nosotros”?
Alexis Carrel suscitó esas preguntas cuando vio que el tejido del corazón de pollo se retorcía en un platillo de vidrio. Había profundas implicaciones biológicas y médicas ahí, y algo más.
"Cada uno de nosotros está formado por una procesión de fantasmas", escribió Carrel en 1935, "en medio de los cuales se cruza una realidad incognoscible (...) Nuestro conocimiento de nosotros mismos es aún muy rudimentario".
Y precisamente su historia nos da una muestra de los peligros que pueden surgir a medida que nos conocemos mejor.
"La civilización moderna", continuó diciendo, "no nos conviene ... no se ajusta a nuestro tamaño y forma".
El ideal de la civilización que Carrel tenía en mente ahora nos parece despreciable y aterradora, pero sirve para recordarnos que, a medida que avanza la ciencia, surgen complejos dilemas morales.
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