Salía sonriendo con su cara de todavía no. Aún había tiempo para otro pisco sour a escondidas.
Salía sonriendo con su cara de todavía no. Aún había tiempo para otro pisco sour a escondidas.
Jaime Bedoya

Los primeros recuerdos lo sitúan repitiendo con entonación variable —a veces dulce, otras iracundo— una serie de refranes y sentencias propias de su entendimiento caballeroso de la vida: el honor, la amistad y, no menos importante, el obligatorio carpe diem con copa, aceitunas y gente noble al lado. Niños incluidos, qué paciencia. Cada uno de sus hijos tenía un apodo propio, que pronunciaba sonriendo. Cuando lo hacía, su bigote sonreía con él y su mirada se reducía a una línea irreversiblemente feliz.

Relataba pasados años de aventura y atrevimiento. Una excursión fílmica a la selva. Un accidente en motoneta en el Campo de Marte. Una vértebra zafada jugando squash en el Lawn Tennis. Gripe asiática en Nueva York desde donde volvió con sobretodo caqui que disimulaba delgadez que pasaba por cosmopolitismo. Las maletas olían a lo que entonces se suponía olían los aviones, los regalos, el retorno.

Cada tarde dos sonidos anunciaban su llegada a casa después del trabajo: primero las llaves del Buick Skylark, azul y alongada nave de arrogantes ocho cilindros, caían sobre un plato de vidrio. Inmediatamente después un silbido bitonal fungía en saludo general. Los hijos se precipitaban desde las escaleras para colgarse a alguna de sus canillas.

No hacía deportes (el disco zafado). Pero disfrutaba usar aletas y en piscina, ese mar controlable. Trepaba a su prole sobre un colchón inflable y la paseaba por los confines infantilmente infinitos de una alberca de agua salada en Santa María. No sabía nadar, solo patalear. Una vez se le cayó el menor al agua. Lo sacó de los pelos, semiasfixiado. Un Neptuno discreto y confiable.

Como parte del pasado que sus hijos no conocieron conservaba un maletín de fotografía con equipos, lentes, trípodes y fotómetros. Tenía una predilección por lo atesorable aplicado a paisajes y personas. Fotografiaba a sus hijos como si fueran héroes minúsculos: una de las niñas con un vestido amarillo, sonrisa de dos dientes de leche, sorprendida a medio paso en un movimiento perpetuamente perfecto. El primer varón trepado sobre la inmensa llanta de un volquete como primera e inadvertida lección sobre el valor de la perspectiva.

Su madurez coincidió con la adolescencia ajena. Inútiles e inevitables reproches hicieron que se perdiera tiempo a manera de ley de vida. El pasado amable y la persistencia de lo caballeresco permitieron sortear tempestades inocuas, distractivas: “La sangre pesa más que el agua”, era una de sus sentencias favoritas. Conoció a los hijos de sus hijos, el retorno de la maravilla y la idolatría a pequeños tiranos. Hasta que un día resultó que la armadura del caballero no era invulnerable. Nadie quiere decir cáncer cuando recién aparece. Luego repites tanto la palabra que deja de tener sentido y vuelves a la vida con un hambre que no conocías.

Entraba inconsciente a Cuidados Intensivos. Salía sonriendo con su cara de todavía no. Aún había tiempo para otro pisco sour a escondidas o que Javier Wong viniera a cocinarle a casa, la felicidad con cuenta regresiva aplicable hasta al más saludable. Se dio el lujo de revisitar a sus hijos cuando ya todos estaban lejos de la inocencia pero por siempre denominados por esos apodos incomprensibles para el resto del mundo. Los nietos, nuevas versiones del mismo, conocieron su última y mejor versión.

Visitar una tumba es mirar un nombre sobre una lápida, recalcular el espacio que ocupa la ausencia, y anticipar que un día será tu hijo quien lea tu nombre ahí. Cómo lograr que cuando lo haga valga la pena. Como ahora.

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