En un barrio rico de Cali, civiles sacaron sus pistolas y fusiles para disparar contra manifestantes, con policías a su lado. Querían cuidar sus “bienes” de la ira popular. Tras 50 días de protestas, el odio de clases se instala en la tercera ciudad de Colombia.
Ya fracturada por la desigualdad y el racismo, la capital del Valle del Cauca (suroeste) se encontró con una realidad soterrada.
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El 28 de mayo, una turba de barrios marginales arribó al exclusivo sector de Ciudad Jardín e intentó incendiar una estación de policía. Los vecinos respondieron a tiros.
“Se vivió algo como una guerra civil en la cual, en un bando, estaban civiles preocupados por sus hogares y sus bienes y la policía, y por el otro lado manifestantes (...) queriendo imponer esa anarquía y ese caos en nuestro barrio”, dijo a la AFP Andrés Escobar, un publicista de 30 años.
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Escobar fue uno de los que sacó su arma. Asegura que hizo “unos disparos al aire” con una pistola automática, en la más sangrienta jornada del llamado paro nacional, que dejó 13 muertos en la ciudad.
Fue la más clara manifestación de “un conflicto (...) atravesado por las diferencias de clase, por las diferencias de raza y por las diferencias étnicas” que agudizó la pandemia, asegura Luis Castillo, sociólogo de la Universidad del Valle.
Con sus boutiques de lujo, mansiones con piscina y avenidas repletas de palmeras, Ciudad Jardín parece un pequeño Beverly Hills, donde prácticamente nadie salió a manifestarse cuando el presidente Iván Duque decretó en plena pandemia un alza de impuestos para la clase media, que luego retiró.
Ni tampoco contra la represión policial, que avivó el malestar.
Racismo
Quienes se movilizaron el 28 de abril fueron sindicatos y estudiantes que exigen un cambio de rumbo al gobierno conservador desde 2019.
Pero también y por primera vez, jóvenes negros y mestizos de sectores populares como Siloé en las laderas de la montaña del suroeste, o Aguablanca en el este, arrinconados por la pandemia que arrojó tres veces más personas a la pobreza en Cali (+67%) que en el resto del país.
En esta ciudad existe una clara “segregación racial” de jóvenes afrodescendientes que viven en barrios desfavorecidos, afirma Castillo. Lo que explica que se rebelaran cuando el confinamiento reventó la economía informal.
Aunque la desigualdad ya venía empeorando incluso antes de la pandemia, se agigantó entre 2019 y 2020, cuando cayeron en pobreza 375.990 personas en la urbe de 2,2 millones de habitantes.
Sin nada que perder, estos mismos jóvenes escalaron el pulso cerrando calles enteras para instalarse en verdaderos campamentos urbanos que exasperan a una parte de la población.
Pero “nosotros estamos hablando de un paro” nacional, “entonces (...) tenemos que hacer que nada funcione”, justifica Cero, líder del “punto de resistencia” conocido como Puerto Madera, bajo una máscara antigás.
Los manifestantes con los que habló la AFP tienen entre 15 y 35 años, son trabajadores informales, estudiantes o desempleados por la pandemia. Piden trabajo, educación y salud, y no se sienten representados por el Comité del Paro que negocia con el gobierno en Bogotá.
Algunos cocinan, otros dibujan siluetas de compañeros fallecidos en el suelo, escuchan reggaetón o fuman para matar el tiempo. Aseguran tener armas pero solo dejan ver escudos de factura casera, palos y piedras.
Es gente cansada “de ver familias en la miseria”, explica Plein, coordinador de la “primera línea” en Puerto Madera, herido de bala en un confrontación con la policía. “Queremos que los mismos derechos que tenga alguien con un poco de plata sean lo mismo que el pobre”, exige.
Paramilitarismo
Durante un tiempo, identificaron como enemigo al gobierno que quiere despejar los bloqueos a la fuerza. Hasta que el 9 de mayo, civiles armados y vestidos de blanco se enfrentaron en Ciudad Jardín con indígenas que venían a reforzar la protesta.
Entonces “era evidente que ya habían asesinatos y desapariciones por parte de la fuerza pública hacia la gente movilizada”, justifica Edwin Guetio, coordinador de derechos humanos del Consejo Regional Indígena del Cauca, quien reportó ese día 12 heridos con “ojivas de armas letales”.
Pero los cierres que provocaron desabastecimiento de comida, medicamentos y gasolina fueron la gota que derramó el vaso para los vecinos más pudientes.
Eso llevó “a que la gente se saturara de no poder ir a trabajar, de no tener con qué comprar un alimento porque no lo había, así tuviera el dinero”, recuerda José, prominente habitante de Ciudad Jardín que pidió anonimato por temor a amenazas.
Y el despliegue de fuerza, ante policías cómplices, convenció a los manifestantes de que el enemigo se encontraba más cerca de lo pensado. Cuando intentaron responder el 28 de mayo, fueron recibidos a bala.
La policía anunció acciones contra los agentes “permisivos”.
Fue “quizás el fenómeno más peligroso de esta explosión”, “porque nuestro país (...) ha tenido una historia de paramilitarismo, de autodefensas de personas civiles que se arman para tratar de evitar” la expresión de “otro actor político o un actor irregular”, cometiendo atrocidades, lamenta el alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina.
Y el conflicto “se seguirá dando mientras no se pueda restablecer el orden”, advierte Escobar.
En un mes murieron al menos 48 personas en el Valle del Cauca, según autoridades. Dos de ellos policías.
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