Una de las amenazas más serias que enfrenta la democracia es la corrupción en el poder, no solo por el impacto negativo que genera el desvío de ingentes cantidades de recursos para el beneficio particular de algunos pocos, sino también porque defrauda la confianza ciudadana en el régimen democrático, dañando la gobernabilidad y las bases institucionales del Estado de derecho, y perjudicando, de esa manera, el desarrollo y el futuro nacional.
Durante la historia parece haberse creado una relación perversa entre el ejercicio del poder y la corrupción. Lamentablemente, en nuestro país, se viene produciendo una suerte de “normalización” de la corrupción, casi una costumbre y aceptación, que se remonta a la época colonial, como lo explica Alfonso Quiroz en su clásico libro “Sobre la historia de la corrupción en el Perú”. Al parecer, quienes así perciben esa práctica delincuencial no logran comprender que quienes pagamos el costo económico y moral de la corrupción somos todos los ciudadanos y, en especial, los más pobres. Según un último informe de la Contraloría General de la República, la corrupción pública significó en el 2021 una pérdida de más S/24 mil millones. Por ejemplo, de los más de 216 mil fallecidos por la pandemia del COVID-19, muchos hubieran podido salvarse si hubiéramos contado con todos los hospitales que se quedaron a medio construir, producto de la corrupción; si no hubieran faltado camas UCI, oxígeno, medicamentos, etc. Ese es el efecto práctico y mortal que puede llegar a alcanzar la corrupción en nuestras vidas.
Ellos tampoco advierten el gravísimo riesgo que representa para la democracia la vinculación de la corrupción con el crimen organizado, que utiliza sus ganancias ilícitas no solo para insertarse en la economía nacional, a través del lavado de activos, sino también para pretender introducirse e instalarse cada vez más en las esferas del poder político. Es aquí donde ubicamos la denominada “corrupción en el poder”, que es más peligrosa, debido a que los funcionarios involucrados tienen mayor capacidad de información y posibilidad de influir en el uso del aparato estatal para sus fines delictivos.
Así pues, la corrupción en el poder se caracteriza, siguiendo a Díez-Picazo, porque “bien para cometer el delito, bien para evitar que sea investigado y perseguido, sus autores pueden disponer de medios jurídicos, económicos, humanos y tecnológicos que son privativos del Estado”. Esta capacidad perniciosa genera una crisis del proceso penal de los países democráticos, tal y como destaca Gómez Colomer. Por esa razón, los países a nivel mundial buscan implementar mecanismos para prevenir, detectar y castigar la corrupción; y ese propósito ha sido plasmado en los textos constitucionales y las leyes, así como en los diversos compromisos internacionales vinculantes, como la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción, entre otros, que nos exigen implementar una estrategia para luchar activamente contra la corrupción.
En esa línea, ¿cuál es la misión del Ministerio Público y, en especial, de la Fiscalía de la Nación? Nuestra misión es luchar contra la corrupción desde el ámbito constitucional y legal, basándonos en los hechos y no en las personas. Para el cumplimiento de esa tarea fundamental es indispensable el respeto a la autonomía del Ministerio Público; sin embargo, somos conscientes de que muchas veces debemos enfrentar intentos de presión, intimidación y campañas de desprestigio y descalificación orientadas a obstruir el avance de las investigaciones.
Desde el inicio de mi gestión como fiscal de la Nación, he decidido enfrentar la corrupción en el poder de una manera frontal. El poder es otorgado a los funcionarios para servir y no para lucrar o aprovecharse de él. Nada puede socavar más el orden democrático de una sociedad que la corrupción enquistada en el poder y ejercida desde este. El Estado de derecho se afianza y fortalece cuando existen instituciones autónomas capaces de contrapesar el poder y de ser necesario investigar cuando se hace un mal uso de este, pero requerimos de una investigación moderna, con las técnicas especiales contra el crimen organizado, pero, sobre todo, con el respeto de la independencia de los órganos investigadores.
En nuestro caso, el Ministerio Público tiene el mandato constitucional de investigar el delito, y no vamos a claudicar en ese deber. Sabemos, como nos enseña el papa Francisco, que “el corrupto no acepta la crítica, […] ataca con el insulto a quien piensa de modo diverso. Si las relaciones de fuerza lo permiten, persigue a quien lo contradiga. […] El corrupto no percibe su corrupción”.
Por eso, es necesaria la investigación para develar aquello que se oculta y para evitar la impunidad. Aquí radica el cumplimiento del mandato constitucional de la Fiscalía de la Nación y la razón principal de la lucha frontal contra la corrupción en el poder, con orden, firmeza y celeridad, caiga quien caiga y pese a quien le pese, por el bien de la democracia y el Estado de derecho.