Carlos Garatea Grau

Nadie se salva. Hombres, mujeres, niños; profesionales, estudiantes, escolares, directores; trabajadores formales e informales; taxistas, ciclistas, mototaxistas; choferes, pasajeros, cobradores; colegios, bodegas, mercados; obreros, capataces, ingenieros; ómnibus, combis, autos; músicos, actores, abogados, médicos, deportistas; peñas, discotecas, clubes, talleres; es decir, todos, absolutamente todos, vivimos bajo la zozobra de la inseguridad y muchos pasan el día sometidos al terror y el miedo que impone la extorsión. Cualquiera puede encontrase con un delincuente motorizado que, por llevarse un celular, la arrancha la vida. Y qué decir de amanecer con el papelito amenazador deslizado por debajo de la puerta de la casa.

Miedo e ira se mezclan ahora en la población. Miedo por la inseguridad y la sensación de que se pierde el control; ira por la incapacidad del Gobierno y del Congreso, que, además, parecen haberse mudado a una realidad paralela, donde la impunidad y el poder los mantienen aislados y ensimismados, divorciados de la gente común, convencidos de que la indiferencia ante sus transgresiones los sostiene donde están.

Indigna el aprovechamiento político del asesinato de un joven cantante popular. Tuvimos que enterarnos de su muerte, ¡una más!, para que la mayoría indolente de congresistas decida firmar una censura que tenía tiempo rebotando entre ellos, aunque ya sabemos que entre la firma y el voto hay un mundo oscuro y maloliente; tuvimos que esperar meses para que se restablezca la detención preliminar en caso de no flagrancia, aunque era evidente que la demora favorecía a la delincuencia y la corrupción. Se instaura el “estado de emergencia” como la vacuna que nos devolverá el alma al cuerpo, a pesar de que los asaltos, secuestros y asesinatos continúan y se han incrementado donde está vigente desde hace meses; y, claro, en otro acto que dice mucho de lo que se piensa y siente, se anuncia que las fuerzas armadas garantizarán la seguridad de los colegios y, para los que creímos que era suficiente oír esa barbaridad, la señora presidenta no dudó en arengar a favor de la pena muerte ante niñas y niños que agitaban sus banderitas blanquirrojas, en gesto de esperanza, el primer día de clases.

¿Será posible empezar a resolver el desmadre? Lo dudo. Ni el Ejecutivo ni el Congreso parecen haber asumido el peso de su responsabilidad, y no hay indicios de que esto suceda en el tiempo que les falta para dejar los cargos. No hay ideas ni disposición para escuchar a los expertos y enmendar. Quien critica y sugiere algo, recibe ataques y el mote de “caviar”. En ese contexto, es fácil que se imponga la tentación de aplicar “mano dura”. Más leyes, más sanciones, más control, censura. Lo que ha ocurrido con las ONG es un síntoma de que la tentación está latente. Si hay que empezar por algo, es por cumplir la ley y entender el fenómeno que corroe y amedrenta a la población. Se necesita inteligencia, voluntad, ideas y decencia. Los ataques del Gobierno contra la prensa, el Poder Judicial y la Fiscalía son, por ejemplo, situaciones que no deberían ocurrir. Son instancias centrales en la lucha contra la delincuencia —algo bastante obvio, por lo demás—. A eso se suma el penoso revoltijo del Congreso, que calla ante la corrupción y desata griterías cuando se le hacen ver sus torpezas y errores.

Hoy es necesario insistir en principios esenciales. Su ausencia demuestra la profundidad de la caída, la falta de rumbo y todo lo que hemos perdido. Necesitamos recuperar la confianza. Necesitamos confiar en las autoridades y en las instituciones. Pero la confianza no se impone ni se genera por ley. La confianza se gana y se otorga. Imposible confiar en quien miente. Imposible confiar en quien insiste en mentiras. Para confiar necesitamos rescatar y defender la verdad. El desafío está planteado. Solo juntos saldremos del atolladero. ¿Será posible? Creo que sí.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Garatea es exrector de la PUCP

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