(Ilustración: Raúl Rodriguez)
(Ilustración: Raúl Rodriguez)
Gonzalo Banda

Este Congreso no me representa. Es una de las frases que más se han compartido en las marchas de protesta contra Merino y el Congreso. Alguien les podría reclamar a los jóvenes de la generación del bicentenario: pero si acaban de elegirlos, hubieran elegido mejor. Cómo no se nos había ocurrido esa idea tan audaz. Como si los ciudadanos fuéramos a las urnas con la intención de meternos un autogol y como si la democracia se agotara con el voto. ¿Qué hay detrás de la falta de representación política?

Hay una evidente desconexión entre el Congreso y la ciudadanía. Una crisis de representación, que los parlamentarios tozudamente insistieron en agravar por su estrechez de horizonte. Para Ipsos, un 86% apoyó las marchas contra Merino, un 55% los considera responsables de la muerte de Inti y Jack –pedir disculpas por sus errores no les va a bastar para redimirse el 2021–, y cerca del 90% los desaprueba.

La crisis de representación se agudiza cuando el 65% de ciudadanos, según el IEP, no se siente representado por ningún partido político. No es que al ciudadano no le interese la política, al contrario, después de las jornadas de protesta, al 60% de los ciudadanos le interesa (75% entre los jóvenes), algo sin precedentes y esperanzador en nuestra historia. Si la generación del bicentenario logra canalizar este interés mediante la participación política, habrá una renovación primaveral.

Los signos vitales del Congreso mostraban síntomas de un enfermo crónico. Como toda enfermedad que no te mata, merma continuamente tu vitalidad. Tenemos un Parlamento unicameral con 130 congresistas que se reparten un número de representantes fijo por cada región (distritos plurinominales). Para fijar curules se aplica primero la cifra repartidora (se divide la votación obtenida por cada partido entre el número de curules que le corresponde) y recién ahí cuenta el voto preferencial, si es que pasa la valla electoral, para escoger qué representante va al Congreso.

Cada uno de los congresistas representa en teoría, a cada uno de todos los pobladores de esa región. Por ejemplo, Arequipa tiene 6 curules, donde cada congresista representa a un millón trescientos mil pobladores. Representan a todos y nadie. No hay relación directa con los parlamentarios. La representación parlamentaria es una ficción borgiana.

Para salvar la representación política y no dejarla morir de inanición, debemos reducir el tamaño de las circunscripciones electorales. Los congresistas deben luchar por representar a un número más pequeño de electores en un menor territorio, para rendir cuentas y hasta programar su agenda legislativa, directamente con sus votantes. ¿No sería mejor que haya comunicación directa entre votantes y congresistas para que estos no se pierdan en sus delirios de poder?

Como lo precisó la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política, debemos modificar la Constitución para que el número de congresistas lo defina una ley. Nos hemos puesto una camisa de fuerza absurda. Hay un congresista por cada 150 mil ciudadanos. Esa reforma, altamente impopular por la indolencia de los últimos congresos, debe acompañarse del levantamiento de la inmunidad parlamentaria cuando la Corte Suprema lo autorice, para eliminar la percepción de impunidad de los villanos que llegan al Congreso escapando de la justicia.

Hay muchas más recetas. Renovar el Congreso por mitades a la mitad del mandato, para que vaya desprendiéndose de sus partes más gangrenosas. Volver al Senado –propuesta que antes que el Congreso disuelto la desnaturalizara, gozaba del respaldo ciudadano–, que en teoría es la cámara pensante (y en la mayoría de países decide el juicio de destitución de un presidente de la República y hubiera impedido el asalto al poder de Merino y su cuadrilla de incompetentes), así como veta las leyes populistas del Parlamento.

“Considerando en frío, imparcialmente”, que la mayoría de partidos políticos no van a mejorar en el corto plazo y que “abren zanjas oscuras en el lomo más fiero y en el rostro más fuerte” de nuestra democracia, terminando solo por representar los intereses de sus dueños, debemos evitar un mayor daño. Mejoremos las reglas electorales, porque tal como están, la generación del bicentenario tiene muchos motivos para gritar: este Congreso no me representa.