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Léxico familiar
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Hace unos días, en una conversación telefónica con mi madre, ella soltó una palabra que no le oía decir desde hace más de treinta años: «quemasangre». No sé de quién estábamos hablando; lo importante es que ese vocablo de cuatro sílabas me remitió, en el acto —en un flashback similar al de Proust o al de Ratatouille—, a los días y tardes de mi infancia. Así opera la memoria: a partir de un estímulo imprevisto puede entablar asociaciones y restituir en la mente episodios que, en apariencia, habían sido olvidados.
En aquel tiempo, durante la antesala de la pubertad, ya fuera porque le respondía mal, o porque reincidía en travesuras, o porque peleaba con mi hermano menor sin justificación aparente, mi madre —a la par que me perseguía por la casa para darme una tunda— ponía en marcha una andanada de frases amenazantes que casi siempre concluía con la expresión: «¡deja de ser tan quemasangre!».
Uno casi nunca piensa en el origen de las frases que escuchó repetir a sus padres durante décadas. Uno crece con esa terminología y raras veces siente la necesidad de diseccionarla o cuestionarla. Además, no necesitaba conocer la etimología del término, pues entendía perfectamente lo que mi madre quería darme a entender cada vez que lo utilizaba: que era un muchacho jodido, fregado, acaso insoportable, capaz de sacarla de quicio sin esfuerzo.
Me pregunto de dónde habrá sacado mi madre esa palabra que, según leo ahora, es propia del uso coloquial español, en concreto de Cádiz, y hace referencia —mi versión no estaba tan desencaminada— a las personas fastidiosas, pesadas, que disfrutan buscando fallos ajenos, criticando o haciendo comentarios sarcásticos para molestar. ¿Quizá la expresión formaba parte del repertorio con que su madre, mi abuela, las resopleaba a ella y a sus hermanas, mis tías, allá en Cajamarca? ¿O quizá era su padre, mi abuelo, el policía, quien la usaba cada vez que alguien lo ponía de mal humor? ¿De quién la heredó?
He leído que, antiguamente, «quemasangre» denominaba al individuo que poseía la facultad de hacer hervir la sangre ajena, provocando en el otro una combustión interna espontánea que, si llegaba a ser de gran magnitud, hasta podía reducirlo a cenizas en su totalidad. Hablamos casi de un superpoder sobrenatural solo comparable, se me ocurre, al de Eleven, la heroína de Stranger Things, que con solo una mirada puede pulverizar a sus enemigos.
Pero aquel no era el único peculiar calificativo con el que mi madre aderezaba sus sermones correctivos en esos años que parecen corresponder a otra vida, pero que siguen siendo parte de esta. Había otra palabra, menos poética que «quemasangre», y que exudaba un cierto aroma a insulto caribeño: «cagafuego». «¿Por qué serás tan cagafuego?», me preguntaba ella en esos arrebatos iracundos que tenía cada vez que la desobedecía.
He averiguado que, en su sentido original, la expresión —que viene acompañada de una imagen coprolálica muy concreta y desagradable— aludía a las personas extremadamente fanfarronas, a los hombres violentos o temperamentales, y —de un modo literal o figurado— a las criaturas o los artefactos que lanzaban llamas. Dicen que en el siglo dieciséis, el pirata Francis Drake capturó un galeón español llamado Nuestra Señora de la Concepción, pero él y su tripulación lo rebautizaron llamándolo «The Cacafuego» (cagafuego en inglés) por la potencia de sus cañones. ¿Qué habría querido decirme mi madre exactamente con aquel epíteto?
En su novela «Léxico Familiar», la italiana Natalia Ginzburg da cuenta de una serie de frases, muletillas y pequeñas fórmulas idiosincráticas que sus padres y hermanos repetían continuamente en casa cuando ella era pequeña y que constituían el idioma privado que durante mucho tiempo sostuvo la memoria afectiva de los Ginzburg. El padre, por ejemplo, se dirigía a sus hijos usando expresiones tajantes como: «¡No hagas estupideces!», «¡No lloriquees!» o «Los jóvenes de hoy son todos imbéciles». Sus insultos preferidos eran: «¡animal!», «¡asno!» o «¡eres un perro!». Las de la madre, por el contrario, eran frases más emotivas o más prácticas: «Se te va a enfriar la cena», «Estas cosas me hacen sufrir» o «Ese vestido te queda divino».
Desde luego que el catálogo semántico de mi madre incluye expresiones amorosas como las de la señora Ginzburg, pero las más inolvidables son aquellas que empleaba para transmitirnos su enojo, palabras como «quemasangre» o «cagafuego», que de niño me parecían hirientes, pero que ahora encuentro tiernas, incluso entrañables, y hasta quisiera de pronto molestar a mi madre solo por el placer de escucharla decírmelas de nuevo.

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