Yo soy de los que considera que la mujer que se dedica a la casa debería recibir 14 sueldos, gratificaciones y un bono de vacaciones anual. Soy de los que cambia pañales sin ningún problema. Limpio poto, preparo la mamadera, hago botar el ‘chanchito’ y hasta duermo al bebito si es necesario. Soy de los que cocina en feriado y siempre los domingos me despacho con una salsa roja para los tallarines con asado. Soy de los que solidariamente en la madrugada dice: “Mi amor, ¿quieres que te ayude con el bebe?” (aunque, de todo corazón, estoy esperando por respuesta un “no, gracias”). Sé calentar biberones a la temperatura exacta para que el niño no se sancoche la boca. También me considero un capo limpiando el ombliguito con un hisopo remojado en alcohol. Inclusive –tengo que confesarlo, para qué lo voy a negar–, alguna vez he llegado a sentirme un héroe por haberme tragado los mocos de mi hija de una sola succionada de sus fosas nasales cuando tenía ocho meses y no podía respirar. En resumen y sin pelos en la lengua: me siento un superpapá y, si por mí fuera, quedaría felizmente embarazado.
Todo este derroche de paternidad autosuficiente se diluyó y desapareció por completo esta semana, en solo 48 horas. El popular ‘no escupas al cielo porque a la cara te cae’ cobró vida y me dio una gran lección: madre solo hay una y nada de lo que yo haga podrá compararse con el sacrificio de cuidar 24/7 a un bebe.
Por cosas del destino, Carla tuvo que viajar dos días esta semana. Sin entrar en detalles y para que no alucinen que es una madre desnaturalizada que deja a su hijo de 14 días de nacido, quiero que quede claro que era un viaje de extrema urgencia familiar.
Presentado el contratiempo, le dije que no se preocupara, que vaya tranquila y con Dios, que yo me haría cargo y que lo único que necesitaba era que me dejara suficiente leche en la refrigeradora para no matar de hambre al bebe. “Si quieres, llamo a mi mamá para que te ayude”, me dijo. “No es necesario, mi amor, yo puedo solo. Es solamente un bebe, ni que se necesitara ser superdotado para cuidarlo. Tú ve tranquila de viaje, que yo aquí me encargo de todo”. Beso, chau.
A las 2 de la tarde se fue Carla, dejándome a Luca dormidito. A las 2:30 se despertó llorando. No me asusté: el manual dice que lloran por hambre, frío, pañal o sueño. Le di un poco de leche, dos palmaditas en la espalda para el ‘chanchito’, su respectivo cambio de pañal y listo, nuevamente se durmió. A las 4 se volvió a despertar. Nuevamente el mismo trámite. A las 5:30 una vez más. Vamos con fe, que no es tan difícil hacer lo mismo... a las 7:30, a las 9:30, a las 11:30, a la 1 de la madrugada, a las 3:30, a las 5 y así sucesivamente. Cada dos horas este niño no paraba de llorar, tomar leche, cagar pañales. No he dormido toda la noche, tengo la espalda partida en cuatro de tanto agacharme, me duele el brazo de cargar al bebé, ya no le queda ropa limpia, no hay niñera porque yo mismo me opuse a que alguien más toque a mi hijo, las señoritas que nos ayudan en la casa no están porque es feriado, mi suegra no me contesta el teléfono (porque la última vez que fue a visitar al bebé, le pedí por favor que no regresara en un mes porque necesitamos nuestra privacidad). Y yo ya estoy al borde de la locura, sin comer, sin dormir, sin bañarme, y todavía falta un día más para que Carla vuelva.
A nombre de todos los hombres que, como yo, creen de manera atrevida que ser mamá es cosa fácil: ¡PERDÓN!
Esta columna fue publicada el 2 de julio del 2016 en la revista Somos.