(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Carmen McEvoy

He pasado varios solsticios de invierno en el hemisferio norte pero nunca dentro de una tumba neolítica cuya construcción, como es el caso de Newgrange, antecedió a la de las pirámides de Egipto. El 21 de diciembre decidí madrugar para vivenciar ese pasaje de las tinieblas a la luz que tanto fascinó a los antiguos. La marcha silenciosa por una trocha oscura en medio del sonido de un río que, por ratos, nos distraía de nuestros pensamientos fue la repetición, en pleno siglo XXI, de una experiencia atávica. En vísperas de inviernos caracterizados por su alta mortalidad, los pobladores de lo que ahora es Irlanda se reunían al alba alrededor de una de las “catedrales megalíticas” más importantes de Europa. La finalidad del encuentro, que atrajo a centenares de peregrinos, era fortalecer los vínculos comunitarios, remarcando una idea fuerza: la luz siempre sucede a la oscuridad.

Los majestuosos monumentos funerarios de Brú na Bóinne –una geografía sagrada de la que Newgrange es una de sus más logradas expresiones– dan cuenta de la concentración de actividades rituales. Los constructores de lo que se cree fue un monumento dedicado a Dagda, el Inti irlandés, creían en la potencia del sol y por ello trataban de comprender sus ciclos, los cuales constituían el núcleo de un sistema de creencias aplicadas a la vida cotidiana. Para sociedades agrícolas, el conocimiento de los ritmos de la naturaleza era una cuestión de vida o muerte. Dentro de ese contexto, Newgrange muestra el interés por el astro rey, capturado cuando uno de sus rayos penetra una tumba decorada con espirales tallados en piedra. Quienes concibieron esta maravilla cultural aseguraban la entrada de un haz de luz en la cámara funeraria central, marcando de manera simbólica y concreta el solsticio de invierno.

En un mundo acosado por el hambre y donde la esperanza de vida no llegaba a los 40 años de edad, el solsticio de invierno era un canto de esperanza frente a múltiples desafíos cotidianos. El hambre rondaba las aldeas del neolítico entre enero y abril; sin embargo, en diciembre algunos animales eran sacrificados por la imposibilidad de alimentarlos en los meses venideros. En vista de ello, el consumo de carne fresca y en algunos casos de bebidas alcohólicas fermentadas eran un paliativo para la carencia invernal. Se podría incluso afirmar que la apuesta por la vida, manifestada en el ritual y en la fiesta solsticiana, es una suerte de prólogo a una experiencia que se sabe viene cargada de muerte y desolación. En una celebración milenaria que aún se repite se señala al poder de las tinieblas, pero también a la presencia del “sol invictus”. Lo que ha sido denominado “el simbolismo espiritual de la luz” y que luego de una infinidad de resignificaciones derivará en la Navidad cristiana. Y aquí cabe recordar esa potente frase de Jesús, citada por Juan: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.

Mientras caminaba por los alrededores de Newgrange fui testigo, e incluso partícipe, de algunos rituales antiguos que aún se practican con entusiasmo en la tierra de mis ancestros. Pienso en las rondas acompañadas por los acordes de un simple tambor y cantos salidos de lo más profundo del ser. Observando las diferentes manifestaciones de una espiritualidad simple pero potente pensé en lo vulnerables que seguimos siendo a pesar del tiempo transcurrido. Un tsunami, una helada, un terremoto o una enfermedad terminal nos enfrenta a nuestra condición humana, que es frágil y efímera. Y ahí los lazos comunitarios, la fe y la apuesta por el indomable espíritu humano todavía cuentan.

“No es que tengamos mucho intelecto y poca alma –nos recuerda Robert Musil–, sino muy poca precisión en las materias del alma”. El “alma nacional” a la que se refirieron alguna vez los novecentistas, y que es obviamente un abstracto, se nutre de belleza y se dignifica con el trabajo honesto, la vida simple y el contacto con la naturaleza que siempre regenera. Las son importantes en esta nueva etapa de nuestra historia, así como también la lucha frontal contra la y la consolidación de la democracia. Pero nada de ello funcionará sin una reforma profunda de nuestras mentes y nuestros corazones. Porque es desde ahí donde se crean lazos comunitarios sólidos y verdaderos para construir una nación humanizada, donde la luz de cada peruano brille por sobre las tinieblas de la injusticia y la maldad. Feliz 2019 y que el Perú encuentre su senda hacia el progreso pero también la nobleza y altura de miras que se necesitan para alcanzar la paz y la felicidad, derechos humanos fundamentales.