“El COVID-19 –por sus características– quizás sea la primera pandemia que claramente reta a los fundamentos de la posmodernidad”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“El COVID-19 –por sus características– quizás sea la primera pandemia que claramente reta a los fundamentos de la posmodernidad”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Javier Díaz-Albertini

Toda epidemia representa un cuestionamiento al sistema sociocultural vigente porque demanda cambios en los comportamientos e instituciones que usualmente estructuran a la sociedad. La enfermedad no solo produce momentos de tensión por el posible contagio, sino también porque trastoca lo rutinario. Esto no implica necesariamente que una vez superada la pandemia la sociedad deje de ser como era antes, pero sí es probable que queden en la memoria colectiva formas alternativas de orden social que con el tiempo podrían cobrar vigencia.

La peste negra del siglo XIV, por ejemplo, diezmó a la población rural en Europa. En muchas localidades, la escasez de mano de obra fue el motivo principal para que los campesinos exigieran mejoras en sus condiciones de trabajo y libertades. Al principio los terratenientes atendieron estas demandas porque necesitaban trabajadores. Sin embargo, con el tiempo la aristocracia empezó a usar su poder político para promulgar medidas buscando recuperar la “normalidad”, provocando rebeliones campesinas como respuesta. A pesar de que estas fueron sofocadas, las instituciones del feudalismo y la servidumbre ya estaban debilitadas.

Por su lado, el COVID-19 –por sus características– quizás sea la primera pandemia que claramente reta a los fundamentos de la posmodernidad. Según Lipovetsky y Serroy (2010), nuestra era se caracteriza por tener cuatro polos estructuradores. El hipercapitalismo global como la gran fuerza motriz acompañada de estados débiles. El hiperindividualismo, porque los sujetos van rompiendo cada vez más sus compromisos duraderos (con los otros, la religión y la política). La hipertecnología, por el preponderante papel que tiene la tecnología. Y finalmente, el hiperconsumo, un “hedonismo comercial” que genera falso sentido y seguridad.

En términos del hipercapitalismo, el virus ataca al mercado global como ninguna otra enfermedad pandémica. Las otras epidemias recientes (AH1N1, ébola, SARS) no exigían la cuarentena de la mayoría de los habitantes y la paralización de un sector significativo de la economía. Son enfermedades muy sintomáticas, lo que permitió focalizar la distancia social para evitar el contagio. El COVID-19, en cambio, es altamente asintomático y, por ello, se debe paralizar a buena parte de la sociedad para atenuar su avance. Surge, así, el dilema entre mantener la economía que beneficia a algunos o garantizar la salud de todos.

Esto me lleva al hiperindividualismo y cuán difícil resulta la solidaridad en tiempos de egocentrismo exasperado. A veces parece que hemos liquidado la empatía y, en su lugar, ensalzamos un hedonismo banal que incluye seguir adelante con la juerga, la ida a la playa o a “entrarle al champagne”. Peor aún, el COVID-19 se ensaña contra los adultos mayores y las poblaciones vulnerables, en sociedades gerontofóbicas obsesionadas con la “actualización”, el fitness y la juventud. No debe llamar la atención, entonces, el pedido del teniente gobernador de Texas de que los “abuelitos” se sacrifiquen por la economía. Antes se pedía a los jóvenes que murieran por su patria, ahora a los viejos por Wall Street. Menos mal que la solidaridad –por ahora– ha prevalecido.

En términos de la tecnología y el consumo, dos breves comentarios. El virus nos está obligando a cuestionar cómo trabajamos. Como catedrático, recién estoy definiendo cómo enseñar a distancia, aunque la tecnología para hacerlo existe desde hace muchos años. No creo que sustituya totalmente lo presencial, pero ya significa ahorrar horas semanales de traslado a la universidad. Aunque el virus llevó a un inicial desborde consumista extrañamente orientado hacia ciertos artículos como el papel higiénico, ahora sentimos una enorme paz libre del acoso publicitario y del loco afán de ir de ‘shopping’.

Finalmente, el COVID-19 pone de manifiesto uno de los principales males de la posmodernidad: la creciente desigualdad. El “distanciamiento social” no es lo mismo para todos. Los que cuentan con suficientes activos (públicos y privados) tienen redes de seguridad que les permiten continuar su vida con confort. Mientras que, para muchos, la poca seguridad que tenían se construía gracias a una cercanía física conquistada en las calles. Es por ello que el Gobierno debe redoblar esfuerzos para que las transferencias lleguen rápido a las familias. Solo así “quedarse en casa” se convertirá en un acto compartido y solidario.


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