Renato Cisneros

En la madrugada madrileña del domingo pasado –mientras veía en una página de Internet el segundo tiempo del U-Melgar– me encontré con los tuits de Morgana y Álvaro Vargas Llosa anunciando la muerte de su padre. Los releí hasta tres veces para cerciorarme. Continué mirando el partido pero ya de reojo, mi atención estaba puesta en las reacciones suscitadas en las redes sociales por la noticia del fallecimiento del Nóbel de Literatura.

Ninguno de los cuatro goles que la U convirtió en los siguientes minutos logró entusiasmarme. No podía creerlo: había muerto Mario. Desde hacía meses sabía que su salud se encontraba resquebrajada, y en más de una ocasión me había sentado a especular con amigos qué pasaría –en el Perú, el mundo y la literatura– el día que él falleciera, pero ahora me daba cuenta de que nada de eso había servido como preparativo o atenuante. En ciertas ocasiones, por más que crees estar listo para aceptar la desaparición de alguien querido, esa muerte llega, te sacude, golpea y paraliza como si no la hubieses visto venir. Y no solo eso. La muerte de un padre –biológico o simbólico, y Mario lo fue para tanta gente– te devuelve a una edad vulnerable. Estoy seguro de que eso les pasó a miles de lectores el domingo pasado al conocer la noticia: regresionaron, volvieron a ser por un día los adolescentes que décadas atrás descubrieron esa novela de Vargas Llosa que les abrió los ojos, esa otra que les cambió la forma de entender el mundo o el país, y desde luego esa que los hizo abrigar el sueño desquiciado de convertirse en escritores.

Por un momento, me apenó la idea del velorio privado, considerando la segura muchedumbre que habría ido a despedirse in situ del autor de Conversación en la Catedral, pero luego recordé el circo montado alrededor de las pompas fúnebres de Alan García o Fujimori y capté que eso era precisamente lo que Mario y su familia procuraban evitar: las condolencias cínicas, el aprovechamiento político, el acoso mediático, la grandilocuencia fuera de lugar.

(Ilustración: Archivo personal del autor)
(Ilustración: Archivo personal del autor)

En las horas y días siguientes, mientras el mundo despedía con congoja al que sin duda es el último peruano global (cuya partida, por cierto, produjo genuina tristeza en líderes políticos de América Latina y Europa ubicados en las antípodas ideológicas), mientras eso sucedía en otras latitudes, en el Perú el sentido adiós de la gran mayoría de compatriotas se vio un poco avinagrado por una ínfima, aunque reveladora, cuota de ruindad propia de mediocres que nunca leyeron un solo libro de Vargas Llosa o que, habiéndolo leído, no entendieron su significado.

Me conmovió, eso sí, ver a cientos de amigos y seguidores compartir en las redes sus fotografías con Mario, como si quisieran (quisiéramos, yo también lo hice) mostrarle al mundo la suerte de haber estado tan cerca del más ambicioso escritor peruano de la historia.

Algún día apreciaremos el hecho de haber compartido la misma época con Vargas Llosa. Lo vimos pasar por una calle, lo vimos en alguna conferencia o entrevista, lo vimos dirigir mítines políticos que cambiaron la historia, lo vimos rebelarse contra dictadores y tiranos, lo vimos equivocarse, amar, envejecer, lo vimos escribir, lo vimos actuar, y lo escuchamos leyendo pasajes de sus novelas. Lo vimos recoger el Nobel, aceptar el Cervantes, y convertirse en un inmortal de la Academia Francesa. Y ahora lo hemos visto morir; en abril, el mes del libro, igual que el Inca Garcilaso y que Vallejo; y en el Perú, en Lima, frente al mar de Barranco, el mismo mar del Callao, donde queda la escuela militar en la que todo comenzó.


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Renato Cisneros es escritor y periodista

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