La democracia, se ha dicho muchas veces, está lejos de ser un sistema de gobierno perfecto. Y no tiene que serlo, toda vez que es parte de su naturaleza evolucionar con cada elección, con cada ejercicio efectivo del balance de poderes y con cada oportunidad en la que las instituciones funcionan amparándose en la ley. Más que un fin, es un proceso que exige la confianza de los que participan en él y que depende mucho de los cambios y correcciones que puedan darse, cada cierto tiempo, a través de la voluntad popular.
Por décadas, Estados Unidos ha sido uno de los países que mejor ha representado estas premisas. Independientemente de cómo se pueda evaluar el desempeño de sus líderes, la transición pacífica y ordenada del poder siempre había estado garantizada, con los vencidos asumiendo su derrota con hidalguía y con la reverencia a la institucionalidad, representada por todos los poderes del Estado, como principal motivación. Tristemente, en los últimos días –y en buena parte de su gestión como presidente–, Donald Trump ha petardeado esta tradición, dañando adrede aquello que por tanto tiempo caracterizó a la potencia del norte.
Las imágenes registradas el miércoles pasado representan el epítome de una administración que ha hecho tambalear sistemáticamente los cimientos de su país. Las hordas de fanáticos del aún mandatario que irrumpieron en el Capitolio, columna vertebral del sistema político de esa nación, para sabotear el proceso que consolidó la victoria de Joe Biden, fueron una imagen insólita en uno de los ejes mundiales de la democracia liberal. Todo con la poco soterrada anuencia del señor Trump, quien, desde que perdió la elección de noviembre, se ha negado a aceptar su derrota y ha difundido, a diario, información falsa sobre un supuesto fraude.
Pocos días antes, el “Washington Post” reveló que el mandatario había presionado al secretario de Estado de Georgia para que recalculara los votos electorales de este estado a su favor. Si a ello se le suma la difusión de noticias falsas sobre irregularidades en el proceso de votación y los intentos fallidos por sortear la voluntad popular a través del Poder Judicial, quedan pocas dudas del interés de Trump por torcer las instituciones a su favor. Así, lo ocurrido anteayer no es nada más que la materialización de un discurso diseñado para sembrar dudas y escepticismo sobre un sistema político que, funcionando como debe, desembocó en el fin de la actual administración. Un castigo desde las urnas que cualquier demócrata de verdad debería aceptar sin chistar.
De igual manera, la condena a la violencia desatada en el Capitolio debía venir de forma inmediata de quien encabeza el Estado. Trump apenas les pidió que se fueran a su casa, aunque sin dejar de reforzar su empatía con la causa de los maleantes.
Los sucesos de anteayer, más que una reflexión sobre la coyuntura política estadounidense per se, deberían llevarnos a pensar en el valor que le damos a la democracia. Aunque hoy en día Donald Trump encarna el problema, no dejan de ser parte de este los que han celebrado y defendido su desdén por el Estado de derecho. Sí, nos referimos a los miembros del Partido Republicano que lo secundaron, pero también a los forofos que consiguió en todo el planeta, muchos de ellos autodefinidos como defensores de las libertades individuales que no han querido condenar las oportunidades en las que el presidente o sus allegados las han pisoteado.
Trump apareció con la promesa de “hacer que América sea grande otra vez”, pero exaltó e impulsó todo lo contrario desde la Casa Blanca. En fin, lo que hacía “grande” a su país nunca fue el uso excesivo de la fuerza o la demagogia de alguno de sus líderes, sino la solidez de su democracia y la potencia de sus instituciones. Ojalá que desde el 20 de enero regresen a esa senda. Por el bien de todos
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