Con las cifras que se van revelando día a día, la verdad es que el Perú no tiene mucho motivo de orgullo. Varias carencias institucionales acumuladas por décadas han quedado al desnudo, y las consecuencias las pagamos hoy. Pero no todo ha sido negativo. Si hay una fortaleza institucional que merece destacarse, esa es la posición macroeconómica que el país ha logrado construir para enfrentar las consecuencias sociales y económicas de la pandemia.
Esta fortaleza se refleja en diferentes indicadores: la notable estabilidad del tipo de cambio, la exitosa colocación de bonos soberanos en el exterior, el reducido incremento del riesgo-país experimentado en las últimas semanas, entre otros. Uno de los más relevantes, vinculado a los anteriores, es la calificación crediticia al nivel de grado de inversión que goza el país. En términos simples, esto es un equivalente a un sello de garantía de la deuda peruana que emiten diferentes agencias internacionales especializadas. Significa que el Perú tiene un buen récord crediticio y una posición económica suficientemente sólida para devolver lo que se le presta. Al ser un buen deudor, el país logra acceder a tasas de interés bajas y otras condiciones favorables. Esto a su vez mejora la posición de las empresas peruanas en el exterior.
Pero el Perú, claramente, no tiene un derecho divino al grado de inversión. Lo que se consiguió con el esfuerzo de décadas puede dilapidarse con la acumulación de políticas irresponsables como algunas de las que se están impulsando desde el Congreso. En este sentido se pronunció en una entrevista publicada ayer por este Diario Jaime Reusche, vicepresidente y Senior Credit Officer de Moody’s Investors Service, una de las agencias especializadas en riesgo crediticio.
De acuerdo con Reusche, estas medidas, como el retiro del 25% del fondo acumulado de las AFP, “hablan de un Congreso irresponsable e improvisado”. Agregó que “hay un Congreso que va a estar vigente por muy poco tiempo, que está buscando la gratificación de corto plazo con medidas muy populistas pero que pueden ser irresponsables en el largo plazo”. Finalmente, comentó que “la calificación, honestamente, no va a aguantar tanto más si es que se siguen acumulando este tipo de medidas”.
Si bien la calificación crediticia y el grado de inversión pueden sonar a conceptos económicos abstractos para la mayoría de las personas, la verdad es que son fundamentales para que el país esté en capacidad de financiar los gigantescos costos que implicará reducir el daño de la pandemia. La caída de los ingresos fiscales de este año, sumada a las audaces políticas de transferencias a empresas y familias, ocasionarán un déficit fiscal de dimensiones no vistas desde la década de los ochenta. El Perú solo será capaz de pagar la cuenta a través de la confianza que recibe en los mercados internacionales. Poner en riesgo esa confianza es poner en riesgo la capacidad de respuesta del Estado cuando este más la necesita. El nivel de irresponsabilidad sería mayúsculo.
En medio de esta situación, el Ejecutivo ciertamente tampoco ha dado garantías suficientes de estabilidad, responsabilidad y sensatez como para contrarrestar del todo los impulsos populistas del Legislativo. De hecho, en ocasiones los habría exacerbado o, por lo menos, legitimado. La poca velocidad de la reactivación económica es también una preocupación pendiente: mientras más tiempo esté la economía parcialmente inoperativa, más créditos del exterior serán necesarios, y mayor erosión sufrirá la capacidad de pago peruana.
En buena hora el Perú pudo acumular fortalezas fiscales para encarar el COVID-19. Es un lujo que el país no tuvo a la mano en crisis anteriores. Pero comprometer estas fortalezas es atarle una mano a la espalda al país en plena lucha contra la recesión, la pobreza y la muerte de miles de ciudadanos.