El presidente Pedro Castillo se dirige a un grupo de simpatizantes el pasado lunes 21 de marzo desde Lurigancho. (Foto: Presidencia Perú).
El presidente Pedro Castillo se dirige a un grupo de simpatizantes el pasado lunes 21 de marzo desde Lurigancho. (Foto: Presidencia Perú).
Editorial El Comercio

El lunes, desde Lurigancho (Chosica) el presidente volvió a ensayar uno de sus subterfugios favoritos para justificar las expresiones de desaprobación que recibe su gobierno de parte de la ciudadanía. A propósito de a favor de que se le remueva del cargo, dijo que “algo raro” ha pasado en el país, pues “anteriormente los pobres marchábamos en la calle para pedir reivindicación; hoy marchan los ricos porque , marchan los que quieren otra cosa”.

Asimismo, con respecto a contra la que deberá defenderse el próximo lunes en el , aseveró: “Ustedes saben cómo funcionan las cosas, mientras yo hablo de pistas, veredas, agua, desagüe, de atención a la salud, otros nos preguntan si voy a ir al Congreso”. Una forma de expresar su descontento hacia una de las preguntas que la prensa que se encontraba en el lugar pudo formularle, pese al cerco policial que lo acompañaba y que en una ocasión anterior ya había fungido como un óbice para evitar que las interrogantes de los hombres y mujeres de prensa llegaran hasta el mandatario.

Como mencionamos al inicio, no es la primera vez en la que el jefe del Estado recurre al relato dicotómico para intentar eludir una situación que le resulta incómoda. Si no son los ricos contra los pobres, son los limeños contra los provincianos o contra los campesinos, los maestros, los hombres “de la chacra” o los habitantes de las zonas rurales. Una narrativa con la que pretende descalificar, de una forma simplista, los reparos válidos que una porción mayoritaria de la ciudadanía (a juzgar por las encuestas) parece tener contra su administración y los problemas en los que esta logra meterse prácticamente todas las semanas. En esta ficción presidencial, el jefe del Estado es el representante del “pueblo” que se enfrenta, en calidad de víctima y en desigualdad de condiciones, a los que van a contracorriente de este.

Pero la versión que el mandatario describe está divorciada de la realidad. Pues no son “los ricos” los que demuestran tener problemas con su desempeño a la cabeza del Ejecutivo. Según la última encuesta de El Comercio-Ipsos, desaprueba su gestión y, según América TV-Ipsos, debería renunciar al cargo. Otro sondeo del IEP para “La República” señala que el presidente registra un 63% de desaprobación, y que inclusive en el ámbito rural su desaprobación supera a su aprobación. Números que están lejos de abonar a la imagen de un jefe del Estado que cuenta con el respaldo de las “grandes mayorías” en una supuesta lucha que libra contra los poderosos.

Hay que decir, además, que el gobierno de Pedro Castillo se ha granjeado a pulso estas cifras, así como el sinnúmero de crisis que ha protagonizado. A los nombramientos de personas inadecuadas para cargos importantes en el Estado se suman la falta de transparencia y los gruesos indicios de corrupción que pesan sobre el presidente y su entorno y, también, los graves retrocesos en reformas como la de la educación y el transporte público. Todo ejercido con contumacia por un gobierno que prefiere derrumbarse cometiendo errores antes que reconocerlos.

Con un proceso de vacancia en marcha, el presidente haría bien en reevaluar su estrategia de defensa. La coartada socorrida de presentarse como una víctima nunca ha logrado calar en la ciudadanía y solo ha obtenido eco en los miembros y aliados acérrimos del Ejecutivo. Esta, además, viene siendo pretexto para evitar el mea culpa que la situación exige y sin el que será muy difícil hacer las correcciones necesarias.

En su alocución ante la representación nacional del pasado 15 de marzo, el mandatario afirmó que reconocía que había situaciones “que ameritan corregirse y hoy puedo decir que ya lo estamos haciendo”. Una semana después parece haberse olvidado de su propio discurso para regresar a instalarse en ese espacio en el que, a tenor de los cuentos de “buenos” contra “malos”, la autocrítica queda convenientemente enterrada.